Feria de Osuna de 1971
Soy persona que guarda muchas cosas. Algunas inverosímiles: Un billete de autobús, la entrada de un museo, una hoja de ficus con un mensaje escrito por una compañera, un billete de las antiguas pesetas, un calendario de 1991 con fotos antiguas de Osuna que editó el Ayuntamiento, una estampa con una oración a Santiago que me regaló una señora junto a la ermita de Boente una de las veces que he realizado el Camino, el tríptico invitación del setenta y cinco aniversario del instituto… No sé si esta costumbre sirve para encuadrarme entre los maniáticos o entre los desmemoriados.
Yo creo, no sé si equivocadamente, que soy de los segundos. Nunca en mi vida fui capaz de memorizar completo un poema de los que nos exigían en el colegio, lo que explica que, pese a mis esfuerzos, nunca me escogieran para las funciones teatrales que cada año organizaba fray Anselmo. También me cuesta recordar un rostro, o un nombre. Por eso necesito apoyos que me ayuden a no sucumbir ante los «aromas rotos de un recuerdo» de que hablaba Pedro Garfias.
Pensando sobre qué escribir en este artículo, caigo en la cuenta de que la semana próxima mi pueblo estará en feria, Y si no, en vísperas. En algún lado, pienso, conservaba un viejo programa. Busco hasta encontrarlo. Es de la feria de 1971. Me surge entonces la pregunta lógica: ¿qué interés me llevó a guardar precisamente este programa? Y como es frecuente que un recuerdo arrastre otro, algo me hace sospechar cuál pudiera ser la respuesta. Acierto. De un cajón saco una carpeta y, de esta, mi vieja cartilla militar. Miro entre sus páginas hasta encontrar el dato revelador: que paso a la situación de reserva en enero de 1971 y que fijo mi residencia en Jaén.
Todo queda claro. Mientras yo estaba en la mili, mis padres se trasladaron a Jaén y allí fui a parar yo, aunque por poco tiempo, ya que de inmediato me vine a trabajar a Málaga, donde aún sigo. El año 1971, por tanto, fue el de la ruptura de mis lazos físicos ―que no sentimentales― con Osuna. Y aquella feria fue la primera que no presencié. ¿Veis lo que digo de la necesidad de puntales y apoyos que impidan que nos extraviemos en medio de los aromas rotos de los recuerdos?
En ese remover papeles y recuerdos me aparece también una foto en la que, siendo yo muy pequeño, mi madre nos lleva de la mano a mi hermano Paco y a mí por el Paseo de san Arcadio en día de feria. Pero esos primeros recuerdos son muy difusos y a ellos se van superponiendo otros de mi adolescencia. Retengo algunos con extraña nitidez. Por ejemplo, el prestigio que tenía la feria de ganados de nuestro pueblo. En el programa que digo todavía se habla de Gran Mercado Ganadero y Exposición de Maquinaria Agrícola. Señal de que los tiempos eran otros. La feria de ganado a la que a mí me gustaba ir tenía lugar en el lejío y me quedaba embobado observando a los tratantes que, en medio de un tira y afloja, realizaban operaciones que cerraban con un apretón de manos. La explanada a espaldas del antiguo Asilo ya no existe, como no creo que, por la edad, queden todavía muchos paisanos que recuerden lo que cuento.
¿Cómo olvidar la calle Alfonso XII, desde el Arco de la Pastora, iluminada y flanqueada de casetas donde vendían turrón? ¿Cómo olvidar las casetas de tiro al blanco alineadas junto a las tapias del Asilo, en las que había que disparar a palillos de dientes o a patitos de latón que se movían en un incesante desfile? ¿O aquellas en las que, con pelotas de trapo, era necesario derribar unas latas apiladas? La recompensa podía ser ridícula, pero compensaba el orgullo de acertar.
En el extremo de aquella fila montaban las bambas, en las que algunos ―no yo, que siempre he sido torpe en este tipo de ejercicios― se balanceaban hasta unas alturas inverosímiles y presumían de ello ante quienes admiraban su destreza. Y allí ya, había que bajar las escaleras que conducían a lo que propiamente era el lejío, donde estaban los cacharritos que nos ilusionaban, nuestra humilde calle del Infierno si osábamos comparar con la feria de Sevilla.
Los cacharritos de la feria que recuerdo son el látigo, los coches de choque, el tren fantasma, el laberinto, los espejos deformes, alguna noria… ¡Qué diferencia con los que se ven en las ferias actuales! Nosotros no teníamos torpedos, ni montañas rusas gigantes, ni barcos vikingos, ni kamikazes…
Pero teníamos el circo, mi gran fascinación. La gran ilusión de cada año era ver la llegada del Gran Circo Americano, con su propio zoológico de fieras salvajes ―leones, osos, elefantes, cocodrilos―. Nadie quería perderse aquella exhibición de perros futbolistas, monos adivinos y blancos caballos sobre cuyas grupas realizaban ejercicios las intrépidas écuyères ―eso decía el presentador―. Los momentos de mayor tensión los ponían la destreza de los trapecistas, el valor del domador, la sorpresa del hombre-bala. Y el momento más feliz, la actuación de los inolvidables payasos Hermanos Tonetti.
CUENTOS TRISTES DE MI PUEBLO
Licenciado en Filología Románica. Profesor en Lora del Río, Fuengirola y Málaga, donde se jubiló. Participó en experiencias y publicaciones sobre Departamentos de Orientación Escolar. Colaborador de la revista Spin Cero, galardonada en 2003 con el Reconocimiento al Mérito en el Ámbito Educativo, e impulsor de la revista-homenaje Picassiana. Editor de Todos con Proteo, publicación colectiva en favor de la Librería Proteo tras su incendio. Desde 2006 mantiene el blog La Agenda de Zalabardo.
Autor de cuentos y novelas, de las que ha publicado tres, una permanece inédita y una quinta está en proceso de creación. Reside en Málaga.