El Gato de Schrödinger – Gato vivo, gato muerto, una disquisición loca
Leyendo Los Vencejos, novela de Fernando Aramburu, tropecé con la cita «El Gato de Schrödinger». Detuve la lectura, reflexioné unos instantes sobre el experimento mental de Schrödinger y enseguida lo relacioné con la teoría de Las Cuerdas. De la consiguiente cavilación llegué a la conclusión incierta de que el gato podía estar vivo en un mundo a la vez que muerto en otro.
La cuestión me transportó a tiempos lejanos, recuerdos de mi niñez allá en el cortijo de Cantalejo, en la traspuesta de Las Viñas, y luego en La Retama en La Campiña. Cuando miraba hacia arriba en noches limpias, recibía la sensación de grandiosidad, de inmensidad, de misterio a la vez que de arrobamiento ante el espectáculo que se me ofrecía a la vista. Me deleitaba, al mismo tiempo que me asombraba, contemplar aquellos puntitos brillantes que podía alcanzar con mis ojos, pero que quedaban muy lejos de tenerlos entre mis manos, como era mi deseo.
Las casas de Osuna solían tener un patio, un corral y, al fondo, en lo más apartado, el estercolero. En la nuestra, el escusao se situaba en el corral donde asimismo había un sumidero. Aprovechando las noches oscuras exentas de perturbaciones lumínicas y atmosféricas, prescindía del escusao y me plantaba sobre el sumidero donde depositaba el líquido sobrante del día. Y durante el proceso echaba la vista arriba para ver el firmamento cuajado de los puntitos brillantes que tanto asombro y admiración causaban a mis núbiles entendederas. Y permanentemente con el anhelo de entrar en el enigma que ocultaban.
Siempre decepcionado me iba a la cama donde, cuando el sueño me vencía, Morfeo me dotaba del material necesario para alimentar mis ensoñaciones. Entonces me sentía suspendido, levitando y ascendiendo en veloz carrera y, como torbellino, recorría la media esfera celeste a mi vista en un intento, siempre fallido, de penetrar en el arcano que tanto me fascinaba y descubrir la esencia oculta que sustentaba aquel fulgurante oropel.
En mi itinerario, divisé una estela blanquecina, parecida a un largo camino, que me recordaba el algodón de azúcar de feria. Entusiasmado me dirigía hacia ella atraído por la golosina, pero nada, más lucecitas en un apretado conglomerado. Cambiando de dirección divisé dos figuras con forma de carro tirados por tres mulos cada uno.
Tiré para otro lado y contemplé un espectáculos asombroso: muchas lucecitas emprendiendo una frenética carrera, cada una a su aire, y, para verlas de cerca, corrí tras ellas, pero éstas se hundían y desaparecían en la oscuridad. Entonces apareció a mi vista una luz rojiza, ardiente, como llamaradas de una hoguera que me sobrecogió y, despavorido, eché a correr. En mi huida pude ver al gato, el vivo. Interesado y con determinación busqué su otro estado, el muerto, que según entendía yo debía estar en alguno de los otros mundos existentes. Me dispuse a recorrer esos mundos y, sin embargo, topé con una muralla imposible de franquear, imposible pasar de un mundo a otro, mundos separados sin comunicación entre sí. Molido de tanto ajetreo, me sentí grávido y, esmorecido, me desplomé.
Sobresaltado y sudoroso, di un brinco en la cama, me vestí a toda prisa y eché a correr al corral a vaciar, esta vez sí, en el escusao.
Mis ensoñaciones fueron realidad en los 30 y produjeron en mi infantil inocencia una fuerte conmoción, no tanto por los hechos en sí como por los comentarios que corrieron de boca en boca después: el «Corrimiento de Estrellas» (¿Perseidas o Lágrimas de San Lorenzo?), que los augures interpretaron como anuncio de una catástrofe de la que las gentes huirían en masa como las estrellas (Guerra Civil). Poco después sobrevino la franja rojiza ardiente, de la que los mismos augures pronosticaron el próximo estallido de una cruenta guerra (Guerra Mundial).
Nunca he dejado de mirar al cielo y así he ido identificando más constelaciones: Casiopea, Perseo, Escorpio, Leo y otras, y cada hallazgo era recibido con gran entusiasmo. Pero entre todas las encontradas destaca, por su brillantez en las noches de invierno, Orión, con las fulgurantes Betelgueuse y Rigel, y las Tres Marías como parte del Espejo de Venus.
El tema ha continuado apasionándome a lo largo de mi vida y tras mis reflexiones sobre el experimento de Schrödinger, voy pensando si yo mismo, como el gato, estaré vivo al mismo tiempo que muerto. Estoy vivo aquí y estaré muerto allí, pero ¿qué pasará cuando yo muera aquí? ¿Estaré definitivamente muerto o, permutando los estados, esteré vivo allí?
Espero que los científicos se aclaren y, antes de que mi momento llegue, pueda enterarme de cuál va a ser la suerte que me depare mi estrella.
Es hermoso mirar al Cielo. Sin embargo. nada he sacado en claro de todo este embrollo, salvo incómodas tortícolis.
Antonio Palop Serrano
El Pespunte no se hace responsable de las opiniones vertidas por los colaboradores o lectores en este medio para el que una de sus funciones es garantizar la libertad de expresión de todos los ursaonenses, algo que redunda positivamente en la mejora y desarrollo de nuestro pueblo.
Amante de las letras, la enseñanza, la tecnología y, sobre todo, de Osuna.
Nacido en 1929 en El Saucejo (Sevilla) es el columnista con más experiencia vital que posee El Pespunte. Ha dedicado su vida a la enseñanza de EGB en distintas localidades andaluzas y su pasión por la informática le llevó a aprender a editar vídeo y audio y, por devoción, a no alejarse de Osuna.