Vida de estudiante (I)

A mediados de los sesenta del siglo pasado, la SAFA de Osuna ─el popular Ave María─ era un colegio donde acudíamos a estudiar todos los niños del pueblo, característica muy de agradecer en una localidad de tradición señorial y clasista. Se trataba de un centro únicamente masculino, como era habitual en la época. Los maestros, en su mayoría, vivían con sus familias en unas casas situadas a la entrada de las instalaciones, en el largo corredor a cielo abierto que da paso al resto del solar del centro docente. Este lindaba por el noreste con el campo. Un muro de sillares nos separaba de un camino, generalmente embarrado, más allá del cual solo había olivos viejos y retorcidos agarrados con todas sus fuerzas a una ladera de tierra apelmazada por el paso de ganado. Justo allí se alza ahora Los Lirios, un barrio luminoso y ordenado, pero entonces aquel terreno era para nosotros solo un lugar donde teníamos que disputar el balón embarcado al barro, las cabras y las vacas. También se nos embarcaba el balón por el muro que cerraba el colegio por el suroeste, tapia este más baja y que separaba el centro docente de talleres metálicos y carpinterías, lugares de entradas lejanas donde había que esperar que el gracioso de turno quisiera devolvernos la pelota mientras los minutos del recreo corrían imparables. El colegio constaba también de un edificio central antiguo, el mismo que existe hoy pero en su forma original ─con una sola planta─, y dos edificios más recientes. En distintos lugares del colegio, y a cielo abierto, se conservaban restos de mapas hechos de obra, y ante la puerta del aula de primero los números romanos de los Diez Mandamientos, que todos relacionábamos con un señor enfadado y de largas barbas. Las aulas de los mayores se encontraban en el edificio antiguo, junto al despacho del director, que entonces era don Ernesto Hinojosa. Don Ernesto iba siempre muy arreglado, con su chaqueta, su corbata y sus elegantes zapatos negros. Era un hombre alto, delgado y de maneras refinadas. Por ello, y por su atuendo habitual, no podíamos imaginar lo bien que jugaba al fútbol, para nuestra desgracia.

Estábamos ya en séptimo u octavo ─andábamos sobre los trece o catorce años─ cuando los maestros nos anunciaron que se iba a celebrar, para confraternizar entre docentes y alumnos, un partido de fútbol. Para nosotros aquello era un reto solo superado por la llegada del hombre a la luna o la construcción, en el Nilo, de la prensa de Asuán, hechos que don Manuel Cubero ─alto, elocuente─ se había encargado de explicar. De un lado, nosotros, los once magníficos ─Bermudo, Cárdenas, Heredia, Ferrete, Calle, Montes, Sánchez, Quijada, Rodri, Hernández, Bautista, Ariza, Soriano, Gutiérrez, Recio, Castro, Eslava, Vargas, Cejudo, Gobantes, Miguélez, Espada, Jurado, Pinto, Flores, etc. (sí, bueno, había banquillo)─, un equipazo, y del otro los maestros, la mayoría de ellos jóvenes llegados en los últimos cursos y que daban clase a los pequeños. Comenzó el partido. La primera parte fue un paseo para los alumnos, que conocíamos mejor las triquiñuelas del campo, de tierra, y estábamos muy acostumbrados a jugar juntos. Don Ernesto, mientras tanto, se paseaba por la banda inquieto, barruntando no se sabía bien qué. Llegamos al descanso con un marcador de 4-1, un solo gol en contra y de chiripa, porque el balón dio en una piedra mal situada, cambió de trayectoria en el último momento y engañó a nuestro portero. Al comienzo de la segunda parte, cuando ya habíamos colado el quinto, don Ernesto llamó al árbitro para pedir un cambio y, en contra de toda lógica, salió él a jugar. Iba con sus zapatos castellanos y todo; solo se quitó la americana. Nada más tocar el primer balón vimos la que se nos venía encima. ¡Cómo corría la banda don Ernesto, como regateaba a los defensas y qué goles marcaba! Era un pichichi nato, no había nada que hacer contra él. Ganaron el partido gracias a sus goles, y la dignidad de los maestros y la jerarquía permanecieron inalterables. Ese día don Ernesto nos ganó para siempre.

Don José Jiménez era de Jaén, como la mayoría de los maestros de la SAFA en aquel entonces. Debía tener verdadera vocación por la enseñanza, y eso se notaba. Don José era dueño de una de las voces mejor moduladas que haya tenido nunca la suerte de escuchar. Era de estatura mediana y poseía cierta corpulencia, lo que le daba un empaque ciertamente efectivo con los niños más díscolos. Don José, además, y sobre todo, recitaba poesía, le gustaba hacerlo. Seguramente era consciente del influjo que su voz ejercía sobre nosotros, simples cachorros a medio domesticar. Por eso, cuando cogía un libro de Machado y comenzaba a leer poemas que, seguro, se sabía de memoria ─con sus pausas y enfatizando los acentos necesarios─, nos embobaba a todos. Esa es una sensación que he vuelto a sentir en ocasiones, pero fue con él con quien la experimenté por primera vez. “¡Campo de Baeza / soñaré contigo / aunque no te vea!”, acababa emocionado el poema, mientras nosotros, olvidados de todo, seguíamos percibiendo la vibración de sus palabras en el aire.

Acudí al entierro de don José hace ya unos años, y pude comprobar cuántas promociones habían pasado por su clase, cuántas personas lo habíamos querido. Seguirá ahí, en nuestra memoria, siempre vivo, como don Ernesto, como todos los que contribuyeron a nuestra necesaria educación.

(Continuará).

 

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La imagen es una captura de pantalla del vídeo de La Safa de Osuna en el recuerdo, de “Aguilera Ceferino”.

 

Víctor Espuny

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