Vida de estudiante (7)

La distribución de las dependencias alrededor del patio era entonces muy distinta. Al llegar al piso de arriba por la escalera monumental ─no había otra forma de subir─, justo enfrente, al final del corredor, estaba la secretaría, donde claudicaba nuestra libertad cada mes de septiembre y entregábamos y recogíamos documentación. Al salir de la secretaría, justo a su derecha y con vistas a poniente y a la Colegiata, se encontraba el despacho del director, en aquella época don Francisco Olid Maysounave, a punto de jubilarse después de una larga vida dedicada a la enseñanza. Junto al despacho del director se hallaba la sala de profesores y a continuación, al lado de la escalera, la biblioteca, atendida por doña Rosario. Era doña Rosario de estatura breve y mirada amable. Llegaba temprano, con su manojo de llaves cantarinas, y abría la alta puerta de su reino, una sala no muy grande, apenas unos metros cuadrados, pero armoniosa y bañada de luz por sus dos generosas ventanas. Salvo la pared que separaba la estancia de la sala de profesores, las otras tres permanecían ocultas por vitrinas de madera oscura donde se guardaban, entre otros muchos volúmenes, los legajos y los libros que formaban el archivo de la antigua universidad, un reclamo para la vista de adolescentes con vocación investigadora o, simplemente, amantes de lo antiguo. Sentada con nosotros en una de las dos largas mesas, entregada, como Penélope, a una inacabable labor de costura, doña Rosario custodiaba y animaba las incipientes vocaciones intelectuales de los alumnos del instituto. Cuando era necesario, miraba por encima de sus gafas con gesto grave y responsable a quien impedía la concentración de los demás y conseguía, con un gesto tan discreto, recuperar el silencio. Sin ella el instituto hubiera sido un lugar más frío y severo.

Volvemos a los profesores. En un mundo que podía haber continuado en paralelo al nuestro pero acabó cruzándose con él se encontraban Linos Fidalgo y Carlos Álvarez-Nóvoa. Ambos provenían de Asturias, donde habían colaborado juntos en programas de radio y compañías de teatro de espíritu innovador. Los años que pasaron en Osuna, aquellos de la transición, tan movidos, fueron también decisivos en sus vidas. Linos nos dio dibujo en segundo de BUP. Era morena, de ojos grandes y expresivos, parecidos a los de Nuria Espert. Muy cercana en el trato con los alumnos, sus clases eran entretenidas y relajadas. Fuera de ellas se la veía en compañía de Carlos. Tenía Carlos entonces treinta y siete años. Alto, delgado, de pelo y barba entrecanos, era dueño de maneras educadas y voz de galán de teatro. Nos dio literatura en segundo. Sus clases marcaron un antes y un después para muchos de nosotros. Su manera de pensar, completamente nueva en un pueblo tan conservador, y las inflexiones de su voz, rica en matices, lo hacían realmente singular, muy atractivo. Poseía características contradictorias, como el hecho de acudir al instituto en una moto de gran cilindrada, pero díganme el nombre de alguien de conducta completamente coherente con su discurso. A sus clases, muy imaginativas, no faltaban ni los más amantes del aire libre y la libertad, los fugitivos habituales. También entró Carlos en política, en su caso en el Partido del Trabajo de España (PTE), y apareció en listas electorales en unas elecciones que se celebraron por entonces, aunque para bien de la docencia y el teatro no salió elegido. Con la colaboración de Linos Fidalgo preparó en el instituto un recital de poemas de Pablo Neruda en el que muchos de nosotros participamos. Recuerdo con nostalgia aquellos ensayos en un momento de nuestra vida en el que aún todo era posible. El recital se celebró con muy pocos medios pero suficientes gracias a la experiencia en escenografía de aquellos profesores, capaces de montar un cuadro muy atractivo visualmente con tres sábanas y dos focos colocados en los puntos adecuados. El fondo musical corrió a cargo de nuestro compañero Florencio, un sevillano de grandes ojos claros que había nacido para músico y nos acompañaba en el piano del salón de actos. Con aquella actividad comprendimos que la palabra imposible no debía existir en nuestro vocabulario. Carlos fue, claramente, nuestro particular señor Keating, el mentor e inspirador que todos necesitamos en la adolescencia. Como bien relata Antonio G. Ojeda en una serie de artículos sobre el Teatro Estudio de Sevilla, Álvarez-Nóvoa contribuyó de manera decisiva a la implantación del teatro contemporáneo en Andalucía, su segunda patria, pues aquí, muy cerca de nosotros, quiso echar raíces. También profesor del sevillano Centro Andaluz de Teatro, favoreció la difusión de la obra dramática del marqués de Bradomín, aquel feo, católico y sentimental inscrito en el registro civil como Ramón María del Valle-Inclán. Carlos Álvarez-Novoa y Max Estrella son inseparables desde entonces; a veces se les ve, risueños y amigables, los días de estreno, en las puertas del teatro.

Y ahora, como ya vengo avisando, vamos a la huelga.

(Continuará).

 

Imagen del patio del edificio que albergó en su momento el Instituto Rodríguez Marín. Fotografía de José Luis Filpo Cabana.

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Víctor Espuny

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