Vida de estudiante (6)

Entre los profesores de aquellos años en Osuna recuerdo a Logaritmo de Híspalis. Logaritmo medía uno noventa y cinco. Era serio, muy nervioso y carecía de empatía hasta límites patológicos. Cuando lo veíamos salir de la sala de profesoresla disposición de las aulas alrededor del patio lo permitía, corríamos a ocupar nuestro sitio en el pupitre y permanecíamos tensos, en pie y en silencio, como si se tratara de una revista militar. A veces llegaba y, sin saludar siquiera, se dirigía a la pizarra. Durante un rato la llenaba de fórmulas y signos incomprensibles para nosotros, quizá intentando resolver un problema que llevaba en la cabeza o hacernos una demostración de las capacidades de su mente. De Híspalis se complacía en sacar a la pizarra a cualquier desprevenido y en atemorizarlo y ponerlo en ridículo. A él le debemos, eso sí, una rara habilidad para hacer operaciones mentales: en sus clases jamás permitió que usásemos calculadora o lápiz y papel para realizarlas, operaciones simples, se entiende. Treinta años después de irse de Osuna nos encontramos por casualidad en otra población y recordaba perfectamente mi nombre, mis apellidos y el instituto donde me había dado clase. Increíble.   

Ese borrón no puede negar la existencia de profesores excepcionales. A los ya mencionados en la entrega anterior ─Mercedes Montes y Mari Ángeles Navarro─ hay que añadir muchos más. Recuerdo un profesor de latín salmantino, de gruesas gafas, corpulento, de quien lamento haber olvidado el nombre, que tuvo la feliz ocurrencia de emplear un método de estudio basado en aquellos creados para el aprendizaje de idiomas modernos. Se partía de una situación cotidiana, un encuentro en el foro o en la cola del anfiteatro, por ejemplo, y se construía un diálogo sobre el tiempo o sobre la habilidad de los gladiadores cuya lucha se iba a presenciar. Aquel profesor nos ayudó a ver el latín como una lengua viva y práctica, no como un idioma muerto y fosilizado en textos siempre imponentes por su seriedad. Para que el lector se haga una idea de su método piense en la agilidad de los diálogos y en el dinamismo de las situaciones de La vida de Brian, la célebre película de los Monty Python.  

En historia e historia del arte teníamos a José Manuel Ramírez Olid, el conocido historiador ursaonense, entonces, como ahora, impulsado por una encomiable vocación docente e investigadora. Imaginarlo en aquella época resulta fácil porque apenas ha cambiado, parece poseer el secreto de la eterna juventud. A José Manuel debemos muchos la pasión por el arte y la conservación del patrimonio histórico-artístico, ya sea de Osuna, Florencia, Úbeda o Edimburgo. Él desafió nuestro entendimiento y nuestra capacidad de observación proyectándonos diapositivas que recogían detalles de monumentos ursaonenses y nosotros, torpes, identificábamos como partes de construcciones florentinas o romanas. José Manuel nos descubrió las obras de El Bosco, Arcimboldo, Rafael, Leonardo, Ribera, Velázquez, el Greco, Caravaggio, Bernini, Piranesi, Antonio Cánova…, nos abrió las puertas de un mundo inagotable donde reinan la creatividad y la expresión artística, un logro por el que le estaremos siempre agradecidos. Ramírez Olid, además, se distinguió por una relación exquisita con el alumno, respetado y valorado en sus clases. Gracias por todo, José Manuel. 

También durante esos años tuvimos en el instituto de Osuna a Antonio Rodríguez Almodóvar. El hoy célebre escritor era en 1977 un joven de flequillo moreno, mirada penetrante y nariz poderosa, la misma que le ha distinguido siempre. Nos daba lengua y literatura españolas. Vivía con pasión lo que enseñaba, sobre todo a Antonio Machado, su poeta por excelencia. Nos hablaba de él y también de literatura hispanoamericana contemporánea, entonces a las puertas del gran boom editorial que todos conocimos. También tuvo tiempo Rodríguez Almodóvar en Osuna para la política, sobre todo para la creación de la agrupación ursaonense del PSOE, una de sus obras más sólidas y duraderas. Después de aquella temporada ursaonense, este antiguo profesor nuestro siguió una trayectoria literaria fértil en premios y distinciones, continuó en cierto sentido la labor folklorista de Rodríguez Marín y Demófilo, el padre de los Machado, y ocupó cargos políticos de relevancia en su partido y en la administración. Hace cuarenta años había mucho por hacer, ilusión por cambiar las cosas y fe en conseguirlo. Finalmente, todos los sabemos, los ideales fueron pisoteados y los partidos se convirtieron en meras agencias de colocación nihil novum sub sole─, pero esa es otra historia.  

Rodríguez Almodóvar coincidió en el instituto de Osuna con otro insigne profesor, verdadero despertador de conciencias sociales y vocaciones literarias, el asturiano Carlos Álvarez-Nóvoa Sánchez (1940-2015). Se trata de la misma persona que recibió el Premio Goya al mejor actor revelación por su actuación en Solas (1998), de Benito Zambrano, distinción que vino a difundir la imagen de alguien que llevaba desde su adolescencia pisando los escenarios teatrales. De Carlos hablaremos en la entrega siguiente. Mientras tanto, les dejo con el recuerdo de los actores secundarios de la función diaria del instituto: los bedeles, Manuel y Rafael, ocupados en tocar la campana entre clase y clase y en poner orden hasta donde era posible; el trío de limpiadoras, cuyos nombres, lamentablemente, no recuerdo ─las tres con sus batas azules, tan amigas, tan dispuestas a reunirse en los recreos─; y Encarna, siempre tan bien peinada, que subía desde la Carrera con su canasto de chucherías y cigarrillos sueltos y era tan cálida, tan madre de todos.  

 

(Continuará). 

 

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La imagen es una captura de pantalla de “Mates con Andrés”, canal de YouTube.  

 

Víctor Espuny

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