Vida de estudiante (5)

Recuerdo el paso del colegio al instituto como el de la expulsión del paraíso. Atrás quedaban para siempre el teje, el trompo, el salto del moro y el partido continuo de fútbol. Sabios maestros aquellos de la SAFA, que supieron potenciar en cada niño sus habilidades y reconducir hacia la creatividad nuestra natural tendencia al salvajismo, el apedreo y la guerra de guerrillas. El instituto Rodríguez Marín, situado en el lugar más alto del pueblo, edificio majestuoso, lleno de dignidad, representaba para nosotros la seriedad y la fuerza de la tradición, sí, pero sobre todo el abandono de la infancia. Hasta entonces solo entrábamos en él el día de la Inmaculada, cuando nuestros hermanos y hermanas mayores alumnos del centro hacían unas tablas de gimnasia en formaciones perfectamente geométricas, ellos en pantalón corto y en el exterior, en el espacio situado entre el edificio del instituto y la colegiata, conocido como “la explanada”, y ellas en el patio del instituto, con camisa de manga larga, falda por debajo de la rodilla y pololos. Ese día, con reparto incluido de chocolate y bizcochos, era el de mayor relajación y, a pesar de eso, todo resultaba imponente, demasiado encorsetado. Nada que ver con el colegio.

De un día para otro pasamos a formar parte de un centro donde resultaba obligado llevar uniforme gris, algunos profesores eran dioses intocables ─personas lejanas─ y compartíamos espacio con chicas. Nuestras antiguas rivales en las competiciones deportivas y artísticas pasaron a sentarse con nosotros en la misma aula, todas juntas, eso sí, y nosotros nos fuimos acostumbrando a su saludable presencia. Algunos de los compañeros de la SAFA tuvieron que renunciar a los estudios y su lugar fue ocupado por alumnos de la comarca. Entre los nuevos compañeros se encontraban también “los carmelitas”, muchachos que se hospedaban en el convento del Carmen, en aquella época un lugar dinámico, poblado, lleno de futuro. Vivían allí sacerdotes muy jóvenes y con inquietudes de índole social y cultural. Organizaron, por ejemplo, un cineclub en el que vimos películas de culto ─como El espíritu de la colmena o El manantial de la doncella─, y un equipo de fútbol formado por deportistas como el padre Mateo, con carisma y facultades para jugar en ligas de más categoría. Pasados algunos años, muchos de aquellos curas jóvenes, animados por la apertura de mentes que trajo el fin del régimen franquista, dejaron el sacerdocio y formaron familias; puede que el voto de castidad, tan antinatural, no fuera con ellos.

Entre los profesores que nos formaron durante aquellos años, inmediatamente posteriores a la muerte de Franco, se encontraba la señorita Mercedes Montes. La señorita Mercedes ─cálida, de físico maternal─ tuvo una paciencia infinita con nosotros. Nos daba Historia de la Música, asignatura de primero de B.U.P. (Bachillerato Unificado Polivalente), el nuevo plan que se implantaba con nuestra promoción. El salón de actos del instituto, la amplia sala de suelos de madera que hoy constituye el paraninfo de la Escuela Universitaria de Osuna, poseía entre sus pocos muebles un piano de pared, un instrumento afinado, que no estaba de adorno. A la señorita Mercedes le gustaba tocar y algunos de los días de clase nos llevaba allí y nos daba conciertos en los que veíamos de forma práctica la teoría que nos había explicado en clase. Ella comenzaba a tocar y, sobre todo en primavera, el salón de actos se iba vaciando poco a poco, poniendo siempre mucha atención los fugitivos en no pisar las tablas del suelo que más crujían. Ella se daba perfecta cuenta de todo pero prefería no decir nada, seguir con la interpretación, para no cortar la emoción que sentían los pocos que se quedaban. Otras veces nos ponía discos en clase. Gracias a ella conocimos a Bach, Schubert, Schumann y otros compositores de los que nadie nos había hablado todavía. La señorita Mercedes transmitía amor por la música y una amabilidad inagotable.

Otra persona que nos marcó para bien en aquel primer curso de bachillerato fue Mari Ángeles Navarro, profesora de francés, de griego en cursos anteriores. Mari Ángeles Navarro tenía un mirar profundo detrás de unas gafas de gruesos cristales que hablaban de una rara afición por la lectura, rara entonces y rara ahora, pues encontrar un lector apasionado resulta extraordinario. Aquella profesora, a quien mucho de nosotros debemos el amor por la literatura y la canción francesas, tenía por costumbre repartir en clase papeles con letras de Jacques Brel, Georges Moustaki, Gilbert Bécaud o Georges Brassens y ponernos a continuación en un tocadiscos la canción de la que se tratase. Gracias a la escucha metódica de los temas de esos cantautores pudimos crearnos un escudo que desde entonces nos ha protegido de la anglofilia que ha colonizado la sociedad occidental. La asimilación del contenido de temas como La mauvaise reputation, Ne me quitte pas, Et maintenant y, sobre todo, Ma solitude y Le métèque crearon en nosotros un fuerte apego a la libertad de pensamiento y a nuestras verdaderas raíces ─mediterráneas, semíticas y grecolatinas─, no a las inventadas y postizas que nos vienen desde los países anglosajones en las últimas décadas. Muy abrigados, sentados junto a unas estufas que jamás funcionaban, mientras escuchábamos aquellas discos nuestra imaginación volaba hasta las calles de París y las islas del Mediterráneo, ayudándonos a colorear nuestra gris existencia en un pueblo que parecía olvidado por el progreso. El arte, y las huelgas, nos salvaban del aburrimiento.

(Continuará).

 

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Imagen del edificio del antiguo Instituto Rodríguez Marín, hoy sede de la Escuela Universitaria de Osuna. (Fotografía de J. Pedro Martín).

 

Víctor Espuny

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