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Vida de estudiante (4)

Vida de estudiante (4)

José Fernández Carmona destacaba entre todos los compañeros. No sé si había repetido, posiblemente sí porque estaba mucho más desarrollado que nosotros, parecía una persona mayor. Hacía tiempo que se afeitaba y poseía unas intimidatorias patillas de boca de hacha, como si acabase de dejar el caballo y la garrocha en la puerta del colegio. Era fuerte sin réplica posible. Nunca entraba en el equipo de fútbol de los titulares porque no era ágil ni habilidoso con el balón, pero alguna vez había que ponerlo para que se conformase durante un tiempo. Una de aquellas veces, de luctuosa memoria, dio una patada al balón con tanta fuerza y mala suerte que golpeó el larguero debajo del cual se encontraba Antúnez, el mejor portero que teníamos, sin duda el mejor del pueblo. La portería no era metálica y móvil, como las de ahora, sino de madera y fija. La fuerza del balonazo fue tal que el larguero crujió, se partió y golpeó en la cabeza a Antúnez, que al momento cayó al suelo desvanecido. Decenas de niños salieron corriendo en todas direcciones sin saber qué hacer, la mayoría huyendo despavoridos. Algunos atinaron con el despacho de don Ernesto y este acudió rápido, decretando el transporte rápido de Antúnez al hospital, entonces muy cerca del colegio, nada más cruzar la calle. Tuvimos suerte porque recobró el conocimiento por el camino y solo estuvo unas horas en observación. No le quedaron secuelas.

Fernández Carmona era una persona sorprendente. Una vez nos puso un maestro juntos para que hiciéramos una “composición artística” en fieltro. Casi no cabíamos en el pupitre, pensado para dos niños de complexión normal. Él no daba ideas, así que, mirándole siempre de reojo, aventuré un paisaje que imaginaba a su gusto, con un río corriendo entre montañas, árboles que nacían en la tierra y vacas que pastaban en los prados. Esa era la idea. Cogí el lápiz, dibujé en piezas de fieltro de distintos colores los perfiles de nubes, animales, montañas, árboles y casas y luego los recorté y, pacientemente, observando siempre a mi compañero de reojo, los fui colocando en su sitio. Fue entonces cuando brotó la vena creativa de Fernández Carmona: no contento con un planteamiento tan manido, colocó los árboles y las ovejas en los tejados de las casas, las montañas en las nubes y boca abajo y el sol sumergido en un lago. Tenía aquello algo de Marc Chagall. El maestro nos puso un 9.

De todas formas, lo suyo era la acción: eso de estar tanto tiempo sentado no iba con él. Aunque no era bueno jugando al fútbol, su tamaño y su peso sí lo hacían elegible para juegos como el salto del moro. Cuando se formaban los equipos era siempre uno de los primeros seleccionados. La formación que lo tuviera en sus filas era la más pesada y la más resistente, siempre ganaba. Los miembros del equipo contrario temblaban cuando estaban con la cintura doblada, mirando a la pared y en posición de espera: sabían que los noventa kilos de Fernández Carmona iban a aterrizar sobre ellos después de una vigorosa carrera y un vuelo más o menos largo, aunque eso dependía del impulso que llevase, un detalle crucial. Era en el aterrizaje cuando se sentía más poderoso, su momento de gloria. Pero he aquí que un día un alumno de los cursos inferiores, un niño pequeño apellidado Ruipérez, se cruzó en la trayectoria de su carrera y Fernández Carmona tuvo que frenar. Fue tan grande el enfado del coloso que agarró al niño y, literalmente, lo lanzó por encima del muro cercano. Estoy seguro de que no era su intención, solo quería dar un susto a Ruipérez, pobrecillo, desorientado en aquella jungla, pero el niño resultó menos pesado de lo conveniente y desapareció de nuestra vista, embarcado, como el balón. Otra vez empezaron a correr decenas de niños desorientados, sin saber qué hacer. Se había formado ya una comisión para ir a hablar con los maestros, y explicarles el caso, cuando vimos a un hombre que andaba hacia el despacho de don Ernesto con dos gallinas muertas pendientes de una mano y en la otra Ruipérez, pataleando e intentando desasirse de su captor. Todos respiramos al ver que el pequeño no había sufrido daños, seguramente gracias a las gallinas que amortiguaron su caída. El dueño de las aves despareció en el despacho de don Ernesto, del que Ruipérez salió poco después sacudiéndose la ropa y mirándonos con odio. Fue un milagro que con tanta energía contenida en aquel patio de recreo nunca pasara nada de gravedad.

Han pasado más de cincuenta años. Fernández Carmona está muy cambiado. Hace poco me paré a hablar con él y lo encontré raro, como si no entendiese qué le decía. La niña que estaba a su lado, los dos sentados en el sardinel de la casa, quiso disculparlo: “Mi abuelo está viejo, ya no nos conoce”. Era una niña de unos nueve años, morena, de ojos brillantes por la tristeza. Fue entonces cuando pensé en contar cómo era su abuelo.

Maldita edad, que todo lo destruye.

 

(Continuará).

 

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Imagen: Colección de tirachinas de la época, también llamados por nosotros latigueras (entredosamores.es).

 

Víctor Espuny


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