Vida de estudiante (13)

Al volver de París pasé un par de semanas en Osuna y luego me trasladé a Sevilla para asistir a clase en un centro nuevo. Había tenido un primer contacto con la Compañía de Jesús cuando estudiaba en la Safa pero sin ser consciente de ello, pensando que el colegio era una propiedad de don Ernesto donde jugábamos a la pelota sin que hubiera mañana y don José Jiménez nos descubría la poesía con aquella su precisa voz. La Safa siempre será mi verdadera y principal escuela, un centro docente donde los maestros trataban a todos los niños igual, sin distinción de clases, ya fuera para los premios o los castigos, la mejor escuela para despertar la sensibilidad social. El segundo contacto lo había tenido con el padre Collado cuando me recibió en París y me llevó hasta la residencia de jóvenes trabajadores de Boulogne. Allí me dejó con una libertad absoluta, tanta que apenas recuerdo haberlo visto el resto de los dos meses; seguramente supervisaba lo que hacía pero sin que me enterara. El tercer contacto con los jesuitas lo tuve entonces, al llegar a Sevilla, en Portaceli. En 1977 ya vivía la crisis de fe que desembocaría en mi descreimiento actual. Sin embargo, aunque mi postura respecto a la religión sea de completa independencia, culturalmente soy cristiano, mi infancia lo fue intensamente, y reconozco la labor cultural que ejerce y ha ejercido desde siempre la Iglesia. Los jesuitas, en particular, han sido fundamentales en el mundo intelectual en dilatados periodos de la historia, tanto que acabaron siendo perseguidos y expulsados de España en diversas ocasiones, como el lector muy bien sabe. De Osuna, sin ir más lejos, partieron hacia Italia en 1767 los quince clérigos que ocupaban el convento de la calle Compañía. Los jesuitas de la Bética que sobrevivieron a la travesía por mar se establecieron en la zona de Rímini, un poco al norte de Florencia y a orillas del Adriático, donde algunos, como Juan de Osuna (1745-1818), brillaron por su actividad literaria. Un número difícil de precisar de jesuitas españoles expulsados volvieron en 1798 gracias a Carlos IV. A lo largo del siglo XIX y primeras décadas del XX los miembros de la orden volvieron a ser expulsados y readmitidos de España varias veces. Siempre han sido polémicos, criticados, pero nadie puede dudar de la brillantez y la independencia intelectual de muchos de sus miembros, como el Padre Llanos (1906-1992), aquel hombre bueno, generoso y nunca bien ponderado, o los esforzados seguidores de la Teología de la Liberación, defensores de una iglesia cercana de verdad a las raíces humanitarias del mensaje cristiano. Guardo muy buen recuerdo de sus enseñanzas y su apertura mental.
El nombre oficial de Portaceli, el que puede leerse en los sellos de mi Libro de Calificación Escolar, era Colegio del Inmaculado Corazón de María. Allí pasé dos cursos. Hoy día su aspecto ha cambiado, pero entonces ya existían los edificios principales y la iglesia, de diseño contemporáneo, muy luminosa. Recuerdo aquel templo con aprecio porque entré a formar parte del coro. Este tenía a su disposición instrumentos modernos, hasta batería, y en mi época una voz excelente, José Manuel Soto Alarcón, un muchacho que jugaba muy bien al fútbol e iba el colegio en bicicleta, dando ejemplo de movilidad sostenible en una época en la que pocos pensaban todavía en el futuro. Su voz y sus canciones forman parte hoy de nuestra memoria generacional.
Después de la experiencia de París, donde había probado el sabor de la libertad y el placer del vagabundo, mi interés por la vida académica decayó notablemente, tanto que aún no se ha recuperado: siempre preferiré un Julio Cortázar, con su aire de sabio extraviado y su trenca vieja, a cualquier académico, con su toga, su birrete y sus puñetas. Iba tan despistado respecto a todo, incluso respecto a mí —vivir es conocerse—, que me matriculé en ciencias. En Física y Química tuve al padre Antonio Alcalá, toda una institución en el colegio. No era alto pero sí fuerte y de pelo canoso peinado hacia atrás. Llevaba perilla en aquella época y cojeaba ostensiblemente, quizá por haber pasado la poliomielitis cuando aún no existía la vacuna. Este señor, cinéfilo consumado, tenía mucha influencia en el Cine Club Vida, dirigido por su hermano Manuel, institución cultural radicada entonces en el edificio neogótico de la calle Trajano número 35, justo donde ahora tiene su sede la fundación «Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia». En sus clases, entre péndulos, velocidades, masas y coeficientes, este profesor, entrañable, nos animaba a conocer las películas que se proyectaban allí, todas alejadas de los gustos y las concepciones comerciales (filmes de Akira Kurosawa, Luis Buñuel, Jean Luc Godard, Andrzej Wajda y creadores semejantes). Su aula era un laboratorio en forma de hemiciclo con una gran mesa en el estrado repleta de útiles para realizar experimentos; no me sentía bien allí, estaba ausente, rodeado de chicos atentos a las explicaciones mientras mi cabeza se evadía a lugares muy distintos, bosques, caminos, mares y ciudades donde alentaban héroes legendarios. Las Matemáticas estaban a cargo de don Antonio Hernández Lanau, un señor que nos trataba con mucha amabilidad pero inflexible con las calificaciones. En Ciencias Naturales no recuerdo a quién tuve, la verdad, pero los tres me suspendieron en junio y septiembre. En junio, a los suspensos en las asignaturas de la especialidad se unieron los de Geografía e Historia, Filosofía y Diseño; solo aprobé Religión, Francés y Educación Física, la asignatura que siempre se me dio mejor. En religión, por cierto, tuvimos a un sacerdote que nos enseñó a practicar yoga como complemento de nuestra espiritualidad, conectando así religiones occidentales y orientales con la mayor sencillez y demostrando una encomiable apertura mental. En septiembre, con muchos sudores y láminas prestadas, aprobé Filosofía y Diseño. Esta última asignatura era cosa de don José Vecino. Era un señor, don José, muy peculiar. Entre sus costumbres tenía la de obligar al alumno a colocar la lámina el día de la entrega orientada de forma concreta, hacia una zona del planeta Tierra que cambiaba continuamente. Y eso cuando estaba de humor. En el momento de entregársela, con su grave y cavernosa voz y su mirada fija, te decía, por ejemplo: «Ponga usted la lámina mirando para África». Y allí estabas tú, encerrado en un aula, sin ver el sol, intentando recordar por dónde salía cada mañana para orientarte correctamente y encontrar el sur. Una vez que te acordabas no había problema, pero el mal rato no te lo quitaba nadie.
En resumen: el año académico 77/78, de 3º de BUP, acabó con cuatro suspensos, una novedad en mi expediente. Había que repetir curso.
(Continuará).
Vista actual de la fachada del colegio Portaceli que da a Eduardo Dato (mejorsevilla.com).
Víctor Espuny.