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Vida de estudiante (11)

Vida de estudiante (11)

Estaba Paco en el momento justo de cantar «si tú me das esa miel / que llevas en la boquita» cuando la puerta se abrió. Y no lo hizo de forma suave. Tampoco apareció por ella una mano femenina que tomase la suya mientras una voz cantarina le pedía silencio y discreción, no: la puerta se abrió de forma violenta y por ella apareció en calzoncillos un bigardo de uno noventa que gritaba en un idioma desconocido frases ininteligibles pero fácilmente interpretables. Huimos. Tres largos vagones después nos creímos a salvo y nos detuvimos a recuperar el aliento. Paco sonreía, a pesar de todo. «El marido, claro», dijo jadeando aún. Ni por un momento fue capaz de plantearse que la mujer realmente viajaba sola y le había dado un número de departamento equivocado para burlarse de su vanidad.

No sé qué habrá sido de aquel utrerano. Si vive ni siquiera se acordará de aquello, pero a mí se me quedó grabado. Era todo un personaje, Paco.

            Cuando el tren llegó a París, a la Gare de Lyon, un hombre con un cartel bien grande donde se leía mi nombre esperaba en el andén. A pesar de no llevar clériman se presentó como el padre Collado (nombre ficticio). Debía tener unos cuarenta años. Era de maneras delicadas, calvo, delgado y llevaba gafas de miope que escondían unos ojos tímidos e inteligentes. «Todo lo que voy a explicarte es muy importante. Sígueme y presta atención». Descendimos a la estación de metro más próxima y me puso ante el mapa de la red suburbana de París. «Vas a estar aquí dos meses durante los cuales», continuó, «te tienes que mover por una ciudad grande y desconocida. Tus padres me han dicho que no estás acostumbrado a viajar en metro, que nunca lo has hecho. Tienes que aprender». Aunque no parecía difícil, Collado tuvo la paciencia de acompañarme durante el primer día para ver si era capaz de desenvolverme; luego me dejó solo. Pasar de un pueblo de veinte mil habitantes a una ciudad de dos millones doscientos mil —números de habitantes aproximados que tenían entonces Osuna y París— es fácil para un muchacho de dieciséis años; para un adulto de sesenta la adaptación sería mucho más complicada. Ya ese primer día advertí la cantidad de músicos que tocaban en el metro, donde parecían encantados de refugiarse muchos de los europeos huérfanos de escenario. Se podían escuchar grupos enteros y grandes instrumentistas. La policía respetaba su presencia. La gente iba vestida exactamente como le daba la gana. Existía eso que nosotros no conocíamos que se llama libertad y en un grado que nunca ha vuelto a repetirse: entonces, una época que ahora parece muy lejana y para algunos inconcebible, la libertad de pensamiento era infinitamente mayor. Las mentes no estaban colonizadas y vampirizadas por los dispositivos electrónicos.

            Después del trayecto en metro salimos a la superficie y nos encontramos en una población dormitorio situada al oeste de la almendra central de París, justo al sur del Bois de Boulogne. Caminábamos por calles un tanto grises, de aceras alquitranadas donde se erguían edificios de tres o cuatro alturas. Había árboles. Collado me acompañó hasta el lugar donde iba a residir. Se trataba de un Foyer de Jeunes Travailleurs, una residencia donde podían pasar cortas temporadas varones entre los dieciséis y los veinticinco años que se encontraran en proceso de aprendizaje de un oficio; también se incluían estudiantes. Cada uno tenía a su disposición una habitación con un lavabo y el mobiliario imprescindible; los retretes y las duchas eran comunes. Collado me dejó solo para hacer el proceso de inscripción. Cuando supo que me habían asignado una habitación del primer piso dijo que debía intentar cambiarla, que se me podía colar un senegalés por la ventana. No la cambié, por supuesto, y en el tiempo que estuve allí ningún senegalés se coló por ventana alguna, y menos para violar o asesinar a nadie, como parecía pensar aquel buen hombre. Me dio un consejo valioso, eso sí: «Escucha emisoras francesas sin intentar entenderlas; hazlo a diario». Se trata de uno de los mejores procedimientos que existen para afianzar el aprendizaje de lenguas extranjeras, escuchar como lo hace un bebé, sin saber qué oye pero interiorizándolo sin advertirlo. Mis compañeros de residencia eran casi todos franceses llegados de todas las partes del país y de todas las razas y creencias. Vivía una inmersión completa en la tradición francesa más liberal. El director de la residencia, Michel, era aficionado al footing y salíamos a practicarlo por el Bois de Boulogne, de día un parque normal, por donde circulaban personas de lo más respetable e inofensivo. Allí crecían árboles de gran porte que daban sombra a los bancos situados junto a los estanques; un lugar de aspecto muy alejado al que yo le había imaginado siempre, oscuro y peligroso. Con algunos compañeros de residencia hice amistades, sobre todo con los músicos. A pesar de la austeridad de la institución, en la planta baja, junto al cuarto de las lavadoras, había una sala de entretenimientos que incluía un reproductor de grandes cintas magnetofónicas conectado a un amplificador y unos altavoces, equipo que sonaba bien si se sabía ecualizar y manejar. Fue el primer contacto que tuve con algo parecido a un dispositivo capaz de grabar sonidos. Pero no todo era diversión. De lunes a viernes, y en horario de mañana, acudía a la Alliance Française, a unas calles de los románticos Jardines de Luxemburgo. La Alianza, autodenominada École International de Langue Française —organización estatal equivalente al Instituto Cervantes pero muy anterior (fue creada en 1883)—, tenía su sede en el 101 del Boulevard Raspail. Todas las mañana, al entrar en su sede, un edificio de largos balcones soportados por ménsulas monumentales, me sentía orgulloso de encontrarme allí, proclive a aprovechar la ocasión que se me ofrecía. Fuera palpitaba la ciudad, atractiva y anhelante.

(Continuará).

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Una vista del Bois de Boulogne (vivreparis.fr). Posee ochocientas hectáreas. Para poder comparar, el Parque de María Luisa tiene cuarenta.

Víctor Espuny.

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