Vida de estudiante (10)

Vida de estudiante

La vida de este estudiante no sería la misma sin tener en cuenta qué pasó en el verano anterior a su llegada a Sevilla. Fue algo relacionado también con los trenes y con esa incesante necesidad de cambiar de lugar que algunas personas poseen, como si una excesiva carga de nomadismo en su memoria ancestral les impidiera permanecer en el mismo lugar un largo periodo de tiempo. En 1977 mis padres me mandaron un verano entero a París. Dicho así suena a envío postal pero aún estaba en esa edad en la que uno no acaba de adaptarse a su nuevo cuerpo y suele estar apamplado. Iba a residir en la rue de l’Ancienne Mairie, en Boulogne-Billancourt. A mi llegada a la estación me estaría esperando un sacerdote español que me acompañaría al lugar donde iba a residir y me explicaría qué debía saber. Aquello parecía un sueño; el detalle de que fuera un sacerdote el que me esperara obedecía a la naturaleza del contubernio que se había fraguado para alejarme de pueblo, todo, se suponía, en mi propio beneficio. Realmente lo era. En unos años en los que el programa Erasmus era algo inimaginable —tardaría diez años en comenzar a funcionar—, pocos eran los estudiantes con posibilidades de vivir la experiencia de residir una temporada alejados de su casa, su idioma y sus costumbres. Llegado el momento, mis padres me acompañaron a Córdoba, donde cogí un expreso que me llevaría a Barcelona. Allí debía tomar otro tren que unía Barcelona y París. En aquella época los trenes de largo recorrido estaban formados por vagones divididos en compartimentos de seis asientos enfrentados, tres a cada lado de un pasillo que recorría la corta distancia que separaba la puerta y le ventana. Cuando hice mi entrada en el que me correspondía, mis compañeros de viaje, personas llanas y con ganas de pasarlo bien, vieron a un chiquillo de dieciséis años que llevaba una pesada mochila y una guitarra. Debí caer en gracia porque antes de llegar a Linares-Baeza ya llevaba la guitarra fuera de su funda y entonábamos las canciones que sabía, pocas pero suficientes, como se verá más adelante. Entre Linares-Baeza y Alcázar de San Juan acudieron al sonido del instrumento unos cuantos muchachos que también iban a París y me pidieron el número de teléfono que iba a tener allí por si podíamos vernos. Me dijeron que eran de «la obra». Era entonces tan ingenuo que no sabía a qué obra podían referirse. Encantado de tener gente conocida en aquella lejana ciudad les di el teléfono y me olvidé de ellos.

En el tren de Barcelona a París conocí en el bar a un camarero de Utrera que estaba encandilado por una mujer acodada en un extremo de la barra, donde daba coba a un té ya frío. Era rubia, de buen tipo y ojos verdes adornados con unas pestañas larguísimas. El camarero, de nombre Paco, un machote que me doblaba la edad y chapurreaba varios idiomas, presumía de ser un semental. Estaba delgado y llevaba un bigotito bien perfilado y la ropa muy limpia. Cuando supo que viajaba con mi guitarra —ingenuidad tras ingenuidad, y después del éxito obtenido en el viaje desde Córdoba, le había dicho que la llevaba—, quedó en ir a buscarme cuando cerrara el bar para ir a darle una serenata a la mujer. Es danesa, me dijo, como si eso fuera un valor añadido. Estaba ya en mi segundo sueño cuando llegó el paisano y me despertó. Allá que íbamos los dos por los desiertos pasillos del tren en la madrugada, uno medio dormido y el otro excitado ante la perspectiva segura de dormir acompañado. La sensación de un tren en marcha y a gran velocidad por aquellas vías de entonces era única. Las ventanas de los vagones eran practicables y del exterior llegaban sonidos metálicos, algunos ensordecedores, y olor a campo, a grasa y a taller. Cuando el tren entraba en un túnel su interior se sumía en una oscuridad absoluta. El aire, comprimido por la reducción súbita del espacio, entraba con fuerza en el vagón, y la sensación de aprisionamiento momentáneo era muy intensa. En sucesivos viajes viví a menudo, de manera vicaria, la experiencia de aquellos muchachos que viajaban sin billete y, cuando los servicios se hallaban ocupados, esquivaban el control del revisor abriendo la puerta de un vagón y permaneciendo fuera hasta que se alejara, de pie en el estribo y agarrados a un pasamanos, pegados al tren como la plastilina para evitar ser golpeados por los postes y las paredes de los túneles. La descarga de adrenalina debía ser brutal. Hubo mucha gente que viajó así, jugándose la vida de forma cierta, siempre al encuentro del destino deseado. Paco decía que la mujer le había dado la indicación de un coche cama y le había asegurado que iba en un compartimento individual. Una vez ante la puerta en cuestión, me preguntó qué canción de amor sabía. Hice memoria y solo recordé Clavelitos, la de los tunos. El hombre dijo que era perfecta. Así que nada: de repente, en mitad de la madrugada y del pasillo de un tren que se movía entre Montpellier y Lyon, Paco, un utrerano enamorado, comenzó a cantar con voz alta y engolada aquello de «Mocita dame el clavel…».

(Continuará).

Eva Marie Saint y Cary Grant conversan en un decorado de coche-cama durante el rodaje de North by Northwest (1959), en España titulada Con la muerte en los talones.

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Víctor Espuny.

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