Viajar en el tiempo
Para viajar en el tiempo no hay nada como visitar sin prisa el desván de la casa paterna. Además de no tener prisa, hay que llevar en el equipaje el amor a los lugares, las personas, las situaciones y todo aquello que contribuyó a que fuéramos lo que hoy día somos, a modo de hilo de plata que nos une a ellos, como cuentan los que dicen haber tenido un viaje astral.
Días atrás, tuve esa experiencia.
“Mucho años después y ante el pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía, recordó cuando su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Pues un servidor, varios años después, igual que el coronel de García Márquez en sus Cien años de soledad, vivió algo parecido al entrar en el desván de la casa de mis padres y encontrar una vieja maleta, que al parecer, les sirvió para su viaje de novios y en la que yo había guardado libros y cuadernos desde la enseñanza primaria hasta los primeros cursos del bachillerato.
Allí en la maleta, entre las “Rayas” nº 2 y 3, la Enciclopedia Álvarez de 1º 2º y 3º grado, el libro “Hemos visto al Señor”, estaba la calle del Carmen, a la que me fui a vivir a casa de mi padrino para ir a la escuela de la calle Hornillo. Allí estaba La Casa Grande, y la Tómbola de los frailes, y la barbería de Rafael Díaz, y las familias sentadas en las puertas en el verano, y tantas cosas.
De aquella maleta salieron D. Carlos González, D. Manuel Bernal, D. Carlos Villalba, D. Servando Jiménez, Da. Segunda Yubero de Miguel y tantos y tan entrañables maestros que tuve la suerte de disfrutar.
Por cierto, que en aquella época, cada vez que metíamos la pata se perdía una bofetada que los metepatas solíamos encontrarnos, y si nuestros padres se enteraban de la jugada te la repetían, sin que sufriéramos trauma psíquico alguno. Digo yo que sería porque entonces apenas si había psicólogos. En un momento y como por encanto, de aquella maleta salimos mi padre y yo sentados a una mesa, a la luz de un quinqué de petróleo, en las largas noches invernales del campo sin agua corriente, ni luz eléctrica (la radio vino más tarde), en torno a una hoja de libreta sobre la cual, y con grandes dificultades debido a su temblor de manos, había dibujado un alfabeto.
Con un método que seguramente horrorizaría a los modernos enseñantes, (la letra con sangre entra), el hombre consiguió que aprendiera aquello en tiempo record.
Todavía se me saltan las lágrimas al ver la ternura y la ilusión con que mi padre me enseñaba las primeras letras, para que yo fuera lo que él no había podido ser.
La enseñanza era completada los fines de semana por una “maestra” de largas trenzas, que con métodos menos expeditivos (con el tiempo llegó a ser maestra de verdad) aunque igual de amorosos, me enseñaba silabas, palabras y significados. Era mi hermana mayor que no vivía con nosotros, vivía en la civilización, es decir, en el pueblo. Detrás vino una cartilla “Rayas” 1ª con su “E” de erizo, su “I” de Iglesia y su “U” de uva. De mis primeras venidas del campo, hay dos recuerdos que más de cincuenta años después, permanecen frescos en mi memoria, en parte por la curiosidad que siempre he tenido y en parte por el cariño con que me llevaron a la experiencia. Son esos dos acontecimientos los que quizás salieran de la famosa maleta con más viveza.
Me refiero al cine y al tren.
Las primeras veces que vine al pueblo, como sabía leer porque me había enseñado mi padre, al pasar por las calles yo intentaba leer todos los letreros que podía, y ya había visto un sitio que ponía con letras metálicas la palabra CINE (era el cine San Pedro), en cuya fachada había varias fotos muy grandes, delante de las cuales había gente parada mirándolas. Bueno, pues cuando oí lo de ver el cine, creí que consistía en ponerse ante dichas fotos y observarlas. Porque la verdad, salvo un retrato de una tía-abuela y algún almanaque, tampoco había visto fotos de ese tamaño. Hasta que una noche mis primos (mucho mayores que yo) y sus amigos me llevaron al cine Carretería. Imaginen la impresión de ver que las fotos eran en color, que se movían y que hablaban. Yo no salía de mi asombro. ¿Cómo conseguirían hacer aquello? Curiosamente no recuerdo el tema de la película, aunque sí que me querían asustar haciéndome creer que los personajes podían salir de la pantalla y echarme mano.
Pero eso, afortunadamente, no ocurrió. Por aquellas mismas fechas, en que las pipas eran a granel y dos reales de las mismas daban para pelar varias pavas, una tarde de paseo fui llevado nuevamente por mis primos mayores y sus amigos hasta la estación de ferrocarril.
Conforme íbamos avanzando, yo le confesé a mi primo algo que él tendría más que sabido y que seguramente era la razón del paseo:
– Primo, yo nunca he visto el tren.
Todavía recuerdo aquella inmensa máquina negra, echando humo por todos lados, en cuya barandilla de la cabina había un hombre con un mono terriblemente sucio con la cara tiznada y las manos negras. De pronto, un amigo de mi primo (y hoy día amigo mió), me levanta del suelo con ademán de entregarme al maquinista.
Aquello no era un niño defendiéndose, aquello era un lechón debajo del brazo.
Conseguí zafarme y ponerme a una prudente distancia, que me permitiera ver el tren, sin ser “secuestrado”.
¡Qué experiencia!
Después de estar un largo rato en el trastero, caí en la cuenta de que no recordaba para qué había subido, así es que dejé las cosas en su sitio, cerré la maleta y me fui.
La verdad es que me sentí muy feliz y sobre todo en paz conmigo mismo.
Luego en la calle, al ir a buscar un papel en mi cartera, veo por casualidad mi DNI y descubro que aunque esté calvo y con bigote, tengo sólo ocho años.
No creo que el bolso de Mary Poppins tenga más cosas que mi maleta.
José Mª Sierra
A mi padre y mi hermana. A mi primo Manolo y José Manuel Reina.