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Vergüenza

Vergüenza

Fernando Jiménez Ortiz vino al mundo en 1855. Lo hizo en la villa de Lagunas, una población de unos pocos grandes propietarios, algún artesano y miles de jornaleros. Fernando era un bebé sano y hermoso. Nació en su casa, como nacían los niños entonces. Su padre era un señor que fabricaba y vendía gorras y sombreros, en aquella época un negocio seguro; su madre una señora dedicada a sus labores y, sin duda, sensible. El niño demostró desde sus primeros años una rara afición por las letras. Le gustaban los libros, algo llamativo en una sociedad esencialmente analfabeta. Cuando conocía a alguien aficionado a la lectura frecuentaba su compañía; le daba igual quién fuera o la opinión que los demás tuvieran de él. Fernando creció sin dejar de estudiar con evidente aprovechamiento. Era el orgullo de sus padres y la esperanza de los maestros, personas admirables, que formaban adultos por el escaso sueldo que el ayuntamiento se encargaba de pagar cuando el presupuesto lo permitía. Fernando acabó el bachillerato y fue a estudiar a Sevilla. En Lagunas, y desde muy joven, había empezado a escribir poesías y cuentos y a interesarse por la literatura y la historia, esas dos disciplinas que ayudan a formar conciencias. Fernando, ya un muchacho espigado, hizo estudios de derecho y comenzó a trabajar en los juzgados, donde se distinguía por su elocuencia y su profesionalidad y ganaba lo suficiente para sostener a la familia que había formado y no paraba de crecer. Al mismo tiempo investigaba y escribía. Las horas que su trabajo le dejaba libres las pasaba en bibliotecas y archivos, buceando en el pasado y escribiendo estudios sobre los cantos populares y las principales obras de la literatura española de los Siglos de Oro. Pero los fríos que pasaba en aquellos lugares y el uso continuo en el foro, y en largos parlamentos, de su preciada voz le produjeron una lesión en la garganta que necesitó una intervención quirúrgica. Esta fue llevada a cabo por un cirujano tan dado a cortar por lo sano que se llevó casi todas sus cuerdas vocales y lo dejó con un hilillo de voz. La vida, hasta entonces sonriente, le mostraba su cara amarga. ¿Cómo podría seguir asegurándose el sustento? En los años que llevaba en el mundo había sabido granjearse la amistad de personalidades de la vida cultural de Madrid y de ellos recibió el necesario apoyo. Logró un empleo en una importante institución cultural matritense de ámbito nacional que le aseguraba el condumio y pudo dedicarse casi por entero a la actividad investigadora, su pasión. Fue por entonces —1907 más o menos— cuando el pueblo de Lagunas, que Fernando siempre había llevado a gala firmando como «El Bachiller de Lagunas», le nombró su Hijo Predilecto, un honor muy difícil de alcanzar y del que se sintió siempre orgulloso.

Los años pasaron y su fama no dejaba de crecer. Fue nombrado presidente de comisiones y director de las academias y las bibliotecas más importantes. Se carteaba con los sabios y los mecenas más inquietos, asesoraba a prohombres de todas las ramas de la sociedad. Y él, humilde, escribía discursos que otros leían en su nombre. Ya mayor, octogenario, seguía escribiendo bien arropado para protegerse de los fríos invernales de Madrid y teniendo siempre presente el sol y la tibieza de su Lagunas del alma. Era ya valetudinario cuando un excelente escultor formado en Italia recibió el encargo de realizar un busto suyo en bronce para adornar la plaza principal de Lagunas. Fernando posó en su casa para el escultor, donde este realizó un boceto de menor tamaño que sirvió para la obra definitiva. Pero, cuando todo estaba preparado para la celebración del homenaje en Lagunas, sus fuerzas no alcanzaron y falleció. El homenaje se realizó de todas maneras y el busto se inauguró en un acto solemne, con discursos y actuación de una banda. Al descubrir el monumento apareció en el pedestal una lápida de mármol que contenía unas letras en bronce insertas en la piedra. En ellas se leía una breve dedicatoria a Fernando Jiménez Ortiz donde se aludía a su condición de Hijo Predilecto. Aquello fue en 1943.

Los años pasaron. El tiempo, que todo lo mueve y lo consume, desprendió las letras de bronce, que se caían y a veces se perdían. Un concejal del ayuntamiento de Lagunas, ya en época democrática, llegó a ofrecer una gratificación a las personas que entregasen letras de la lápida y algunos ociosos se aplicaron a buscarlas en los alrededores del busto, entonces trasladado a una plaza secundaria. No tuvieron éxito. Pasaron unos años y algunos laguneses consiguieron, con su insistencia, que la lápida se renovase, la renovase la corporación municipal, responsable de su mantenimiento. La lápida, por fin, volvió a ser legible. Pero el ayuntamiento había dedicado tan poco presupuesto a la renovación del texto epigráfico que el deterioro de la inscripción se inició muy pronto: en cuestión de meses empezó a perder la pintura de sus letras —solo eran caracteres incisos repintados en negro— hasta volverla, de nuevo, ilegible. 

Lagunas se puso de moda. Los periódicos hablaban de ella elogiándola por su belleza, diciendo de sus calles y plazas que eran únicas en Europa. Los turistas culturales, aquellos que viajan para formarse, comenzaron a pasear por las calles de la población y, curiosos, se fijaban en todo lo que veían, sobre todo en lo que podían leer. Un día llegaron junto al busto dos amigos atraídos por el perfil aguileño de don Fernando y el aire clásico de la escultura y, después de mucho esfuerzo, consiguieron leer lo que allí ponía, supieron que aquel hombre era Hijo Predilecto de Lagunas. Y se miraron comunicándose su asombro. «Qué bien cuidada estaría esta estatua si Lagunas tuviera munícipes preocupados por la cultura y la imagen de la población». Dijo uno. Y el otro, con voz serena, le dijo: «A mí, compañero, me daría vergüenza pasar por aquí todos los días y no hacer algo para arreglar esta lápida». Y los dos se miraron. Y como no eran de Lagunas, se fueron y no hicieron nada.        

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Imagen de Olly – Fotolia.

Víctor Espuny


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