Verdades que ya no son
Me lo pasé pipa leyendo Imposturas intelectuales (Paris 1997), una obra de A. Sokal y J. Bricmont en la que se ríen descaradamente de la falta de rigor de importantes científicos franceses actuales y de la llegada del posmodernismo a las ciencias empíricas.
Actuaron, si me apuran, hasta con desvergüenza cuando reconocen que, meses antes de su publicación, enviaron un artículo-trampa lleno de pamplinas a la prestigiosa revista norteamericana Social Text, cuyo consejo de redacción se tragó el sapo sin discusión. El mismo nombre del artículo era ya una parodia: Transgresión de las fronteras: hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica. Con este artículo, conocido hoy como el “Caballo de Troya”, Sokal coló en el ágora de la élite científica un texto carente de lógica y plagado de incongruencias. Eso sí, todo presentado de forma grandilocuente y extremadamente compleja, refrendando sus ideas oscuras y peregrinas con citas de renombrados autores que daban una aparente cientificidad y coherencia al texto.
Resultado: cuando Sokal desveló el engaño y esclareció sus verdaderas intenciones en Imposturas intelectuales, se presentó por un momento ante la refinada intelectualidad francesa como Nelson, aquel niño de Los Simpson de la carcajada seca: ja-jaa.
El director de mi tesis doctoral me advirtió que, en el momento de la defensa, el censor se vería obligado a hacerme una pregunta muy difícil para demostrar su superioridad intelectual sobre mí. Para ese justo momento me aconsejó responder con tranquilidad algo muy enrevesado aunque no tuviera ni idea de lo que hablara y, para rematar, le endosara la idea a alguien completamente desconocido, algo así como citar el nombre del pescadero o del mecánico de mi barrio. «Te aseguro que dará por buena la respuesta. Es un profesor universitario, no puede reconocer públicamente su ignorancia». A esto ha llegado la feria de las vanidades académicas.
La ciencia hace tiempo que comenzó a apartarse de la evidencia. Así, tal como suena. La misma teoría del Big Bang, inamovible en el consenso de la comunidad científica desde que la formulara el jesuita Georges Lemaître en 1931, está siendo ahora duramente cuestionada. Entre los autores más sólidos que se apartan del Big Bang se encuentra el Premio Nobel de física James Peebles, premiado en 2019 precisamente por sus estudios sobre la evolución del universo. ¿El motivo? «¡No tenemos pruebas!», Peebles dixit.
Además, también hoy mejor que nunca sabemos que la verdad científica no es inmutable, sino histórica. La ciencia no avanza por acumulación de conocimientos ni por falsación, sino por cambios revolucionarios de paradigmas. Para la ciencia antigua, por ejemplo, era evidente que la Tierra era plana. No lo es. No era un paradigma sostenible y se tuvo que cambiar. Como este ejemplo tenemos varios cientos de casos muy sobresalientes a lo largo de la historia, como el descarte del heliocentrismo, las objeciones a la teoría de la evolución de Darwin, la aparición de varios modelos lógicos o la superación de la mecánica de Newton por la física cuántica. Cada día hay más investigadores que opinan que las teorías científicas son estructuras e instrumentos que generan consensos amplios en la comunidad científica durante un periodo concreto de la historia, pero no siempre son verdades objetivas e inamovibles.
En contra de la idea que el imaginario colectivo se ha hecho de la ciencia como evidencia empírica, hace ya un siglo que la propia ciencia afirma que la verdad y el conocimiento es contextual y dinámico, es histórico; incluso etológico, que diría G. Kluber. En esa misma línea Th. S. Kuhn sostiene que dicho consenso científico está sujeto a otros elementos del orden sociológico y psicológico, como la evolución histórica de la conciencia humana, de la ética y las creencias o los procesos de percepción. Dichas percepciones, sin lugar a dudas, condicionan la posibilidad y forma de acceso a la investigación, así como nuestra relación con el propio conocimiento adquirido.
Es más, hoy sabemos que incluso las mismas enfermedades mentales son patoplásticas, es decir, que se manifiestan de distinto modo según diversos patrones geográficos, históricos, sociales, climáticos e incluso étnicos. Trastornos ampliamente documentados a lo largo de la historia como es el caso de la esquizofrenia, han evolucionado manifestando síntomas de otro tipo y duración. Cualquier psiquiatra sabe que la hipomanía de un hispanoamericano posee connotaciones propias, o que el psicoticismo de una persona subsahariana generalmente estará vinculado a experiencias de temática espiritual o religiosa. Pero incluso esto ha variado en algunos puntos geográficos siendo episodios menos severos que hace medio siglo. Como afirma el Dr. Francisco Traver, «las enfermedades mentales cambian porque cambia la mentalidad de los ciudadanos y también las razones del sufrimiento mental».
Quiero decir con esto que nuestro conocimiento está profundamente entrelazado con nuestras percepciones y experiencias. Todo está tan relacionado en la conciencia humana que no podemos sostener que haya forma de conocimiento que no sea relativa a la evolución histórica y social de nuestras percepciones.
Pero, si estos autores llevan razón, ¿podemos hablar entonces de un conocimiento racional en sentido estricto o simplemente de verdades “razonables”? Como vemos, los conocimientos científicos no son tan objetivos y válidos por sí mismos como la razón científica pretendía, sino que dependen de un contexto histórico-social. Sokal y Bricmont nos acusarán de relativistas que se vuelven a apartar de la evidencia pero, ante esta realidad, ¿quién se resiste a afirmar que es precisamente el concepto de ciencia el que debe evolucionar y ampliar sus horizontes?
A DIOS ROGANDO
Teólogo, terapeuta y Director General de Grupo Guadalsalus, Medical Saniger y Life Ayuda y Formación.