Una ventana y un libro


De las casas que habité en Osuna, es posible que la que más recuerdos me traiga sea la de calle Sor Ángela de la Cruz. Era una casa amplia, en la que había un patio con pozo y un membrillo que, llegado octubre, aromaba el ambiente; también, al final de un largo pasillo, había una cuadra y un corral en el que mi padre criaba conejos.
Pero quizá el recuerdo que perviva más adherido a mi memoria sea el de la ventana de mi habitación, en el piso alto. Aquella ventana podía ser como garita de un vigilante o como cofa desde la que el gaviero oteaba el horizonte. Asomado a ella, conocía a cuantos vivían en mi calle y sentía la tranquilidad de no sentirme solo. Nadie debería estar nunca solo. La ventana, además, era mi contacto con el mundo exterior cuando no estaba jugando con mis amigos o cuando por fuerza tenía que permanecer en mi habitación.
Pero la ventana era también la puerta de entrada a los olores y los sonidos de la calle. Cierro los ojos y creo percibir el olor del esparto con que se trabajaba en la espartería que había un poco más abajo, en la acera de enfrente. Y, por la mañana, hasta la ventana subía el aroma del pan recién horneado en la cercana panadería de Lavado o, en las frías mañanas de invierno, el olor de los hojaldres resguardados por un paño que los mantenía calientes y el pregón de quien los vendía, que en ocasiones se acompañaba del tañido de las campanas del Espíritu Santo y del Carmen.
Aludo antes a unas obligadas permanencias en mi dormitorio. Propenso a padecer amigdalitis y fuertes accesos de fiebre a causa de la gripe, me veía obligado a guardar cama, a veces, casi una semana entera. No tenía entonces otro consuelo que el de las voces, los pasos, los olores y los sonidos que me proporcionaba la ventana. Y la lectura.
No sabría decir hasta qué punto esos periodos que pasaba en la cama influyeron en mi carácter reconcentrado. De lo que sí estoy seguro es de que fueron una razón importante para hacerme lector. Como cualquier niño de aquella edad, comencé con los tebeos, que devoraba con pasmosa velocidad. Fueron primero los de mis hermanos mayores ―Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz, El Capitán Trueno…―, para pasar luego a ir eligiendo según mis propios gustos y pasarme a Mendoza Colt, el más admirado, y Diego Valor.
No tardé en descubrir la riqueza de los libros. No es que hubiese muchos en mi casa, pero disponía de algunos. Mis lecturas infantiles nunca siguieron un método ni contaba con nadie que me guiase. Leía cuanto encontraba, así fuese un grueso volumen de la Historia de la regencia de María Cristina, que no sé cómo llegó allí, o novelas como Fabiola o Quo vadis?, que uno de mis hermanos había regalado a nuestra madre. Junto a ellos, Martín Fierro, poemas de Gabriela Mistral e incluso Tragedias de Esquilo o un viejo diccionario de Sopena en el que buscaba las palabras desconocidas.
La colección Historias, de Bruguera, pusieron a mi alcance novelas más para mi edad. En ellas leí gran parte de Julio Verne. También conocí las aventuras de Salgari, como El corsario negro. Así hasta empezar a leer lo que yo mismo elegía. Pero en el instituto no era fácil la elección, pues obligatoriamente los libros solicitados tenían que pasar el filtro durísimo impuesto por aquel catálogo del jesuita Antonio Garmendia de Otaola titulado Lecturas buenas y malas, que te cerraban las puertas de casi cualquier libro, pues apenas si había alguno no considerado dañino, aparte de Marianela y algún otro. Así que busqué en las librerías del pueblo, especialmente en la de Granell, en la esquina de Carrera con la Alameda y en la de Antonio Ferrón, en la esquina de Carrera con Gordillo. Pero era poco lo que había disponible y yo carecía de criterio. Lo que encontraba eran novelas publicadas por editorial Plaza de autores poco conocidos. Así, recién comenzada mi adolescencia fui habituándome a libros de Knut Hamsum, Françoise Sagan o Hemingway, a quienes leía casi sin entender.
Sin embargo, entre tantos autores raros ―para mí―, de vez en cuando surgía una inesperada joya. Encontrarme ante La isla del tesoro fue un acontecimiento, pues me entusiasmaron las aventuras de Jim Hawkins ―un niño con el que a veces me identificaba― y su enfrentamiento con el pirata John Silver. Pero lo que fue un auténtico descubrimiento fue una novelita de un autor de nombre también complicado, John Steinbeck, titulada La perla. Cuenta una historia triste, la del pescador Kino, el hallazgo de la perla más hermosa del mundo y la desgracia de que un escorpión picara a su hijoCoyotito. Desde que la leí por primera vez, no he dejado de recomendar su lectura. Ya en la manera de narrar de Steinbeck encontré un estilo diferente que siempre he querido imitar. Pero lo que de verdad me entusiasmó de aquella corta historia fue que me abriese los ojos a algo en lo que no había reparado antes, que vivimos sometidos al enfrentamiento de dos mundos, el de los ricos y el de los pobres, y que el proceso de las relaciones humanas viene regido por el lugar que cada uno ocupa en esos mundos enfrentados.

CUENTOS TRISTES DE MI PUEBLO
Licenciado en Filología Románica. Profesor en Lora del Río, Fuengirola y Málaga, donde se jubiló. Participó en experiencias y publicaciones sobre Departamentos de Orientación Escolar. Colaborador de la revista Spin Cero, galardonada en 2003 con el Reconocimiento al Mérito en el Ámbito Educativo, e impulsor de la revista-homenaje Picassiana. Editor de Todos con Proteo, publicación colectiva en favor de la Librería Proteo tras su incendio. Desde 2006 mantiene el blog La Agenda de Zalabardo.
Autor de cuentos y novelas, de las que ha publicado tres, una permanece inédita y una quinta está en proceso de creación. Reside en Málaga.