Una tormenta oportuna

París, año de 1907. Estamos en Montmartre, un barrio de calles empinadas, buenas vistas sobre la ciudad y alquileres aceptables. Cinco mujeres jóvenes se ofrecen de manera incitante al observador en el estudio de un artista. En la habitación hace frío; las muchachas, sin embargo, no parecen sentirlo: están pintadas. El cuadro posee dimensiones extraordinarias para las obras de la época que busquen comprador. Mide 244 x 234 cm. Sus colores son fuertes, agresivos. Las formas de las mujeres parecen estar dislocadas y aun así resultan atractivas. La mirada de las retratadas, hierática, parece animal, primitiva.  

El autor de la obra es un joven andaluz de flequillo generoso, pelo moreno y mirada penetrante. Se llama Pablo Ruiz, pero él prefiere firmar con el apellido de la madre, Picasso, más atractivo. Solo en el estudio, contempla la obra con satisfacción. La ha pintado de manera reservada, casi nadie la ha visto, solo algún amigo muy seleccionado. No se parece a ninguna de las pinturas que él mismo ha conocido hasta ahora, y ha conocido muchas a pesar de tener solo veintiséis años. Piensa en las esculturas ibéricas y en las obras de arte del África negra que tanto le impresionaron en una exposición reciente del Louvre. A pesar de su juvenil inseguridad —es consciente del desafío al que se enfrenta—, tiene un futuro inmenso en el arte, donde ya nada será igual a partir de ahora. La actividad artística lo es todo para él. Concibe una obra, la aboceta y cuando la acaba empieza otra, y luego la siguiente, como si dejar de crear supusiera la muerte. 

Ahora coge una silla y se sienta cara al cuadro. Por un momento piensa en el camino recorrido, de dónde viene y dónde se encuentra ahora. A veces cierra los ojos y cree escuchar el mar de su infancia: las olas del Mediterráneo rompiendo un día de levante en la malagueña playa de San Andrés, las olas del Atlántico asaltando furiosas la playa coruñesa de Riazor, el Mediterráneo de nuevo, ahora en la Barceloneta. Siempre el mar. Ha estado en su cercanía desde que nació. Y ahora lo sabe lejano. En ocasiones realiza excursiones desde París a las playas de Normandía. Con la bajamar, la línea donde las olas rompen retrocede allí hasta perderse de vista para dejar una playa inmensa, demasiado grande, inhóspita. No es su mar, ese; aquel no es su sol. Aún no lo sabe, pero su sitio estará en el sur, en la Provenza, donde la luz es cálida y la playa abarcable, donde, en noches estrelladas, los peces nadan para él antes de ser atrapados cuando acuden a la luz de las embarcaciones, donde podrá adorar y ser adorado por mujeres a las que doble o triplique la edad (es un sátiro, Pablo). Querrá Ménerbes, Juan-les-Pins, Antibes, Vallauris, Arlés, Mougins, Cannes, Aix-en-Provence, pero aún lo ignora porque es joven, no tanto como para desconocer las normas académicas aunque sí lo suficiente como para saltárselas a la torera, ignorarlas y hacer su santa voluntad. Atrás dejó esas tierras donde veraneó con su amigo Manuel Pallarés, sobre todo Horta de Sant Joan, que, sin duda, condicionaron su mirada: aún hoy, el pueblo de Horta aparece desde la distancia como una informe acumulación de cubos geométricos. Todo está en su cabeza, la de una persona que ha ido acumulando en su personalidad y su carácter rasgos que le harán revolucionar el arte del siglo xx.   

Se oyen pasos en el entarimado del pasillo. No sabe quién pueda ser; quizá algún colega de los que viven cerca o en el mismo edificio. Llaman a la puerta. Una voz de mujer pregunta «¿Pablo?». Picasso se levanta rápidamente y cubre el cuadro con una tela. «Pasa, Fernande». La puerta se abre y entra una joven alta, de pelo castaño rizado y pecho generoso, modelo de pintores. Es Fernande Olivier, su compañera actual, que aparece acompañada de un grupo de personas. «Vengo con todos estos. Ya los conoces. Quieren ver tu cuadro». Pablo los mira y reconoce al pintor madrileño Juan Gris, joven de veinte años que reside en el mismo edificio desde hace poco y posee una mirada tan transgresora como la suya. Los otros son pintores aficionados y modelos, todos juntos en amigable camaradería. Son las seis de la tarde y están ya un poco achispados. La mayoría no tiene ni idea del potencial de Pablo y la visita a su estudio es solo una forma de pasar la tarde. Al entrar en él se toman libertades propias de personas que no saben beber. Pablo se enfada con Fernande por haberlos traído, pero se le ocurre una manera rápida de quitárselos de encima. «A ver. Poneos todos ahí mirando este lienzo oculto por una tela. Vamos, rápido. Fernande, abre la puerta». Todos se van poniendo en pie ante el cuadro oculto por la tela. El cielo ha venido cubriéndose de nubes plomizas y una penumbra inesperada invade el estudio. Se aproxima una tormenta, ya está encima de ellos. Un relámpago ilumina al grupo de espectadores medio ebrios, dispuestos a contemplar la obra, y un trueno resuena sobre sus cabezas. Justo en el momento en el que Pablo tira de un extremo de la tela y descubre el gran lienzo, la luz de un relámpago entra con fuerza por los ventanales del estudio e ilumina las caras de las mujeres pintadas en el cuadro, que proyectan sobre los descuidados observadores miradas terroríficas. Al ver aquello, un lienzo que vomita fuego, todos corren pasillo adelante y escaleras abajo. Solo Juan Gris, refugiado tras Fernande, fascinado, es capaz de permanecer observándolo.

La obra solo pudo ser expuesta públicamente nueve años después, y fue vilipendiada e ignorada por la gran mayoría. Su influencia, sin embargo, ha sido  inmensa.

 

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(La imagen que acompaña el artículo es una reproducción a tamaño ridículo del cuadro original. El texto es pura invención).

 

Víctor Espuny

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