Un sofoco en el alma

Así pasó y así lo cuento. La plazuela de La Merced era un concierto de grillos a las dos de la madrugada, un chirreo a destajo de patitas electrizantes que daban fe de la temperatura, un calor de mil demonios sin tregua para el descanso. Ya lo dicen: “Cuando el grillo canta no hace falta la manta”. ¡Uf… qué calor! Las mesas y sillas ya eran vacías de comensales esperando ser apiladas en la Taberna Raspao en Osuna. Con un “hasta mañana” de cortesía me despido del personal, es hora de recogerse, hay que dormir.

Mientras me desnudaba recordé los destellos de un termómetro en la céntrica calle Carrera y como a las 11 horas el sol caía a plan a 41-42 grados. Era día de San Lorenzo sí, pero, pocas tonterías con las cosas estas del cambio climático me dije, al tiempo que desplegaba las sábanas de la cama. Una vez acostado apagué la luz y un silencio monástico se apoderó de la zona. Poco más de 5 minutos transcurrió cuando un ruido sorprendente se coló por la ventana invadiendo la habitación. Un poderoso Cri…Cri…Cri procedente del patio me sobresaltó cual suspense de “Hitchcock”. Era un grillo con pobres notas musicales pero de un tono sonoro aventajado. Hubo un segundo para la conjetura ¿estaba el grillo en la casa o me había seguido desde la plazuela? Es verano y es de esperar que haya grillos, entendí. Cerré la ventana y me alivié de la temperatura con el arrullo de un ventilador, aún así los decibelios amplificados que producía el Gryllus Campestris, o sea, el grillo común de los cojones, con perdón, superaba lo permitido para conciliar el sueño, molestaba. Con la luz apagada y la respiración contenida irrumpo en el patio, ahí me planto en paños menores a la busca y captura de un bichito maricón pariente del cigarrón (lo de maricón es porque rima). Tenía que adivinar, en primer lugar, la procedencia de las ondas y, por supuesto, evitar lo antes posible que el patio se convirtiera en un burdel de grillos ante el reclamo del macho cachondillo. Una misión harto complicada la primera, ya que un patio de rasgos árabes y montera acristalada es un escenario ideal para confundir el origen del sonido, una acústica que el mejor tenor desea para un teatro. La hora y el sueño de los demás inquilinos hicieron que desistiera de mover macetas o levantar cuadros, de paso fastidiar algún orgasmo al grillo. Resignación, me dije: asistiré al concierto; mañana se habrá ido con la música a otra parte, creí… ¡Qué iluso! Tenía contrato por varias noches seguidas, a la misma hora y, con toda seguridad, en el mismo escenario oculto.

“Tienes los cojones más negro que un grillo”, es un dicho, yo nunca se los he visto, pero éste dos pataítas en los mismos bien se merecía. La novena sinfonía chillona tocaba a su fin. No fue a la tercera, sino a la cuarta noche la vencida cuando al bicho de mierda (ya olía) le sorprendimos, y digo bien, sorprendimos, en plural, más de uno se la teníamos jurada. Un afinado oído atinó con el escondite y, ¡Sorpresa!… el artista al descubierto. Un tomatazo hubiera hecho justicia a su actuación pero, sin conceder la venia ni contar hasta tres, una suela del 42 cayó encima del hijo de la grilla madre que lo parió; un pegote de chicle en el suelo parecía. ¡Qué alivio! El sueño volvía a estar garantizado.

¡Qué iluso otra vez! Aún de cuerpo presente en la baldosa alguien dijo: “Matar un grillo trae malfario, malas consecuencias”. ¡A buenas horas! En mi infancia el cuento no era así. En un acto masoquista me auto infringí esa noche un maltrato psicológico, las supersticiones y los malos augurios relacionados con el grillo fustigaron mis neuronas: “Matar uno es peor, incluso, que romper un espejo” ¡Uf, siete años de mala muerte me esperan! “Si matas un grillo habrás matado tu suerte” ¿cómo? ¿La ilusión de todos los días? Así es, y porque no ha sido en martes y trece que si no… Con estos presagios amenazantes desperté de la pesadilla, y en eso quedó, en un mal sueño. Me alegro de no haber obedecido nunca a viejas creencias irracionales sin demostración. Más creíble es que me tope con la camarilla de animalista en Cataluña (perdón, Catalunya) y me lean la cartilla con los derechos del grillo o me acusen de ser un cruel “mataor” de insectos. Los testigos me salvarán de la quema, en ningún momento el fatal desenlace fue motivo de diversión, además el que entró al trapo durante tres días fui yo.

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Tras la noche viene el día y se despierta la sensatez: ¿Era necesario matar al grillo? preguntó mi madre que de todo se entera (a Dios gracia) después de 85 años de sensibilidad y respeto por los seres vivos. En la mirada cansada leí su pensamiento: “con haber inmovilizado una patita al animal hubiera sido suficiente, o las alitas”. Toda sabiduría y bondad. Era un insecto, sí, pero un insecto aceptado en la sociedad rural, la suya. El cargo de conciencia sofoca el alma ¡Uf… qué calor!

Antonio Moreno Pérez

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