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Un orden imposible

Un orden imposible

El pasado treinta de enero, y en este mismo medio, Juan Bermudo Zamora publicó un artículo muy ilustrativo sobre la cuestión del orden en una biblioteca, una preocupación que existe desde el nacimiento de la escritura y el principio de la acumulación de textos.

Según escribió el asiriólogo Samuel Noah Kramer en La historia empieza en Sumer, «probablemente fue hacia el final del cuarto milenio a. C. (hace de esto unos cinco mil años), cuando los sumerios, apremiados por las necesidades de su economía y de su organización administrativa, imaginaron el procedimiento de escribir sobre arcilla. Sus primeras tentativas, aún someras, no fueron más allá del diseño esquemático y pictográfico de los objetos. Este procedimiento no podía utilizarse más que para registrar las piezas administrativas más elementales, pero en el trascurso de los siglos siguientes los escribas y los letrados sumerios modificaron y perfeccionaron poco a poco la técnica de su escritura hasta el punto que esta perdió su carácter pictográfico para transformarse en un sistema perfectamente capaz de traducir no ya únicamente las imágenes sino los sonidos de la lengua. Desde la segunda mitad del tercer milenio a. C. el manejo de la escritura en Sumer ya era lo bastante flexible como para que pudiera expresar sin dificultades sus obras históricas y literarias más complejas». Esos textos, redactados en escritura cuneiforme sobre tablillas de arcilla, necesitaban un orden para ser almacenados, un criterio de agrupación. Desde entonces hasta llegar al libro en papel tal y como es ahora, los textos se conservaron en papiro, tablas de madera, pergamino y otros soportes menos extendidos. Todos estos avances técnicos, culminados en el libro digital, supusieron cambios en la manera de conservar los textos pero no resolvieron el problema del orden. Existen sistemas de organización, como la CDU (Clasificación Decimal Universal), adoptada en nuestro país desde 1939 para las bibliotecas públicas, lugares que albergan tal cantidad de libros, y de temáticas tan variadas, que necesitan una herramienta auxiliar como esta. En este artículo, no obstante, hablamos de las bibliotecas privadas, las personales, aquellas que son como un apéndice de sus dueños y complican irremediablemente las mudanzas.

En su delicioso libro Cómo ordenar una biblioteca, el célebre pensador italiano Roberto Calasso llega a una conclusión definitiva sobre el orden de los libros: «el orden de una biblioteca no encontrará nunca —no debería encontrar nunca— una solución. Simplemente porque una biblioteca es un organismo en permanente movimiento. Es terreno volcánico, en el que siempre está pasando algo, aunque no sea perceptible desde el exterior». Precisamente a esta conclusión llegaba también en su excelente artículo Juan Bermudo Zamora. Y es que a lo largo de la vida los letraheridos no paramos de acumular libros y de buscarles un lugar en nuestra casa. No hablo de los libros digitales. Esos no se ven, no ocupan un lugar físico, no forman parte de nuestro paisaje doméstico. Por no tener no tiene olor, ni tacto, ni apenas alma. La lucha que entablaron con los libros físicos hace unos años, por cierto, la tienen claramente perdida. A nadie le apetece, ni le conviene, pasarse el día delante de una pantalla y, si ya la usas trabajando —lo más probable—, no vas a querer usarla también en tus ratos de ocio. Siempre he sido cliente de librerías —encantadoras aquellas que tienen una silla donde el cliente puede sentarse— y nunca he dejado de observar niños en ellas, niños que ahora son jóvenes que devoran libros, como siempre ha hecho el lector apasionado.

Todos esos libros que llegan a nuestra casa, necesitan un lugar. De entrada, los colocamos en el sitio que nos parece más apropiado en ese momento de nuestra vida. Pero, de la misma forma que nunca leemos el mismo libro dos veces —nosotros hemos cambiado y el libro ahora nos llega de otra manera—, el orden que nos parecía adecuado hace veinte años claramente no va a serlo ahora. Gracias a las lecturas continuas nuestro marco intelectual no para de ensancharse y de enriquecerse, aunque sea para comprobar todo lo que nos queda por aprender, y ese cambio requiere un nuevo orden. Una biblioteca definitivamente ordenada pertenece a una persona que ya no está entre nosotros. Puede pensarse en alguna de las que existen en las pocas casas-museo de escritores donde se ha conservado su lugar de trabajo exactamente como era, fosilizado, detenido en el tiempo, la imagen fija del orden que su biblioteca tenía cuando el lector falleció.

Sobre este tema, como sobre todos, miramos al pasado para comprender. En su obra Echar raíces, páginas que Albert Camus se ocupó de ver publicadas, la extraordinaria pensadora Simone Weil, fallecida con solo treinta y cuatro años, lo dejó expresado con una claridad difícil de superar: «El futuro no nos aporta nada, no nos da nada; somos nosotros quienes, para construirlo, hemos de dárselo todo, darle nuestra propia vida. Ahora bien: para dar es necesario poseer, y nosotros no tenemos otra vida, otra savia, que los tesoros heredados del pasado y digeridos, asimilados, recreados por nosotros mismos. De todas las necesidades humanas, ninguna más vital que el pasado».

Ahí es nada. Y mientras nosotros, formados en una cultura letrada, asimilamos ideas tan deslumbrantes, nuestros sabios gobernantes arrinconan las humanidades en los planes de estudio, dificultando en los niños la formación de unas raíces cultuales robustas y el acercamiento a las lecturas que pueden conservar y fomentar la paz y la empatía. ¡Larga vida a las bibliotecas, por favor, aunque sean desordenadas!

 

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Fotografía de una tablilla sumeria del III milenio a.C. Su contenido está relacionado con el consumo de cerveza, bebida muy popular ya entonces. La tablilla fue encontrada al sur del actual Irak. (khanacademy.org).

 

Víctor Espuny


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