Un nuevo fin del mundo
LARGO DE PENSAR
Montilla, Córdoba. Periodista de los de antes, columnista del ahora. Escribo como tomo un buen vino: saboreando los matices.
Hablando del fin, o de los fines, del mundo —porque la semana pasada aludimos a lo de la profecía del Papa negro—, ha llegado el apagón eléctrico. Un fin del mundo sin Tik Tok ni Intagram, pero también sin comunicación con los tuyos que duró unas diez horas en la capital y otras tantas en otros muchos municipios de España. Pero otro más, al fin y al cabo. Porque, cuando uno ya puede jactarse de haber vivido 24 primaveras y avergonzarse de unas cuantas canas, puede presumir de haber estado presente en unos cuantos fines del mundo.
Mis padres se arriesgaron a tenerme poco después del efecto 2000; cuando tenía 11 años discutíamos sobre si al día siguiente iríamos al colegio o es que se acaba el mundo como dijeron los mayas y teníamos la suerte de hacer pellas; a los 19 una pandemia me echó de malas formas de mi sueño gatuno de vivir por Los Madriles; y, después de sobrevivir a la clausura, uno ya ha conversado sobre el estallido de la Tercera Guerra Mundial más veces de las que puede contar con las manos. Así que el fin del mundo de este lunes como que me ha parecido poco.
Pero siempre está uno donde tiene que estar en un fin del mundo. Y este me cogió a mí enganchado al generador eléctrico de una redacción a oscuras y andando —cuando ya no quedaba generador que valga— de una punta a otra de la ciudad que nunca duerme, a excepción de sus semáforos, que habían decidido echarse una cabezada junto a los enchufes. Los eléctricos, porque los otros sí que siguieron vigentes. Un paseo que me sirvió para darme cuenta de que lo mejor de los fines del mundo es que a la gente le da por hacer cosas que nunca haría como dirigir el tráfico o escuchar la radio de un coche en grupo para ver si es que volvíamos a lo nuestro o es que se iba todo al garete.
Es cierto que estaban los que se ahogan en un papel de fumar (Selu dixit). Pero hay otros que, por qué no, decidieron echarse a la calle a tomar el sol. A disfrutar de esas pequeñas cosas que el Twitter te quita día a día. Salieron los españoles a tomarse algo al son de las sirenas de policía. A fumarse un puro, como nos encontramos a un señor con sombrero en la terraza de un bareto de Avenida América mientras se bebía una Coca-Cola Zero sin hielos. O a jugar al parchís. Porque los de la mesa de al lado se habían bajado los cubiletes y los dados y apuraban los últimos tercios fresquitos que se habían quedado al fondo de la nevera. Uno de ellos no llevaba camiseta, algo que me sorprendió, porque por mucho que haya pasado por Avenida de América mientras la calor apretaba en tardes de agostos de asfalto, nunca había visto a alguien sin camiseta por esos lares. Otro que me crucé en un paso de peatones la llevaba atada al cuello haciendo juego con su marcado acento andaluz, sus sandalias con calcetines y su yonkilata de chino de manual.
En fin, que aquello de los fines del mundo, en ocasiones, no está tan mal. Yo, no lo niego, si hubiera pensado que era el fin del mundo oficial, el bueno, y supiese que no hubiese servido de nada reportar un final que nadie iba a leer; me hubiese acercado respetuosamente a la silla de al lado del chaval sin camiseta del bareto de Avenida América, que se encontraba vacía. Hubiese pedido ese último tercio de temperatura bebible y un cubilete, y me hubiese unido a la partida.
