Un cigarro a medianoche
agosto 13, 2014
El cansancio acumulado por el último montaje y un par de copas de más que llevo en el cuerpo hacen que le pida al taxista que pare mucho antes de lo previsto, ¿cuánto es?, a lo que éste responde: tanto. Pica la tarjeta de crédito, buenas noches y gracias. Un par de callejuelas y ya me golpea el aire fresco en la cara, y se agradece.
Estoy en Plaza de Oriente, tengo ante mí el Palacio Real. Saco un cigarro de la chaqueta y lo enciendo. Todo en silencio. Ni un alma alrededor. Tan sólo el coche de los picolos en la puerta del palacio. No recuerdo la última vez que fumé un cigarro en la calle, a solas. Fumar disfrutando cada calada, me refiero. En ocasiones, para tirar un poco de la lengua y recoger información para algún texto, tener tiempo suficiente para fijarme en detalles del sujeto o sujeta que tenga enfrente, ofrezco un cigarro en la puerta de un garito o invito a una copa dentro. Pero aquellos que me conocen saben que ni acostumbro a fumar en la calle, ni soy hombre de bares. Son tácticas que aplico (como todo artesano en su oficio) cuando se presenta la ocasión y no hay alternativas.
Estoy a solas, digo, en Plaza de Oriente. Un cigarro a medio terminar y el Palacio Real ahí, frente a mí, con el coche de los picolos en la puerta. Y en voz baja sale de mi boca junto al humo de la última calada la frase que llevo bastante tiempo guardando: Nunca imaginé que me avergonzaría tanto de ser hombre. Y me acerco unos pasos más a la fachada del palacio recordando uno por uno los comentarios que he tenido que escuchar esta noche, recordando el certero artículo de Pérez Reverte donde analizaba el ritual varonil de esos tipos alrededor de las tres chicas que entraron en el pub poco antes de cerrar, esas miradas de aquí estoy, pequeña, dispuesto entero para ti, para hacerte esto y lo otro y lo de más allá. Actitudes que toman para demostrar quién es el amo, dueño y señor del corral. Tipejos, que, bien o mal vestidos (el dinero puede dar acceso a una mesa y habitación en el Ritz pero jamás a la dignidad y vergüenza), colocan posturitas, se ensanchan ante el sexo femenino, creyendo que toda mujer que entre por la puerta del local lo hace para caer en su dominio, en sus redes, y que nada mejor les podría haber pasado. También he tropezado (no esta noche) con los hipócritas, los sentimentales, los nenes del corderito del Norick ultra suave ultra sensible que no tienen los cojones suficientes para mirar a los ojos y hablar cara a cara, y todo lo disfrazan de amistad, bondad y buenos consejos cuando están a la espera de un momento de debilidad, del momento oportuno.
En todo terreno, los lobos se extinguen cuando no encuentran presas disponibles. Apuro las últimas caladas del cigarro intentando recordar en qué periódico o libro leí tal frase. Quedó grabada en mi memoria, y es muy probable que, desde aquel momento, empezaran a tomar forma frases sueltas del próximo artículo que trazo ahora en mi mente y que en unas horas pasaré a la pantalla del ordenador. Y es que no puedo negar que algunas lo ponen fácil; aunque me duela, ya que en ese grupo se encuentran compañeras de profesión y amigas. Compañeras y amigas a las que se les pone como agüita de limón ante el malote, el chulo, el analfabeto que tan sólo se preocupa de la puesta a punto de su moto y de su cuerpo; tipos de uno ochenta de estatura y espaldas como armarios que, a la mínima de cambio, reparten ostias a diestro y siniestro en una discoteca o donde se tercie; pero si tienes paciencia y cuidado, si rascas un poco en su corazoncito, llegarás a ver un gran conflicto interno de muy atrás, de cuando sus padres se divorciaron y él, adolescente marginado por la sociedad, se sintió solo y abandonado, y comprendes que todo tiene una explicación, y claro. También están las que por necesidad, por supervivencia, por poner un plato de comida caliente a su hijo y vestirlo, se ven en las garras de jefes hijos de puta, soportando un día sí y el otro también las exigencias de un uniforme que marque sus caderas, y las manos de miserables canallas en su cintura cuando pasan a su lado en los estrechos pasillos de la oficina.
Apago el cigarro dejando la colilla en la mano. Estoy ya a pocos metros del palacio y escucho el abrir y cerrar de la puerta de un coche. ¿Algún problema, joven? Saco un nuevo cigarro de la chaqueta y respondo a la pregunta con otra: ¿tiene fuego? Gracias. Me alejo del Palacio Real camino de casa, preguntándome, entre calada y calada, si el principal problema de éste país radica en lo que plantean esas interminables tertulias televisivas de estos días sobre Monarquía o República. Al pasar junto a una papelera tiro la colilla y el cigarro recién empezado. Al fin y al cabo, me digo, qué sería de un hombre sin sus costumbres.