TV Interactiva
Que la televisión actúa sobre el personal es algo evidente, y se llama evidente a aquello que no requiere demostración.
Basta ver cómo se visten, saludan, hablan y en general se comportan nuestros adolescentes y jóvenes, los cuales en vez de estar educados por sus familias y sus maestros, en la mayoría de los casos están adocenados, que no educados, por la televisión made in USA o la española con guiones copiados de los yankees.
Pero hubo un tiempo en que la cosa no era así.
La televisión sólo emitía unas cuantas horas de la tarde y de la noche y… hasta mañana.
En aquel tiempo los chavales hablábamos con y como nuestros mayores, teníamos unas costumbres como las de nuestros mayores, comíamos “ardoria” y “papas en paseo” y no sabíamos lo que era una pizza.
No sabíamos qué era el feminismo ni el machismo y todos éramos traviesos pero respetuosos.
El resto de los problemas de nuestra sociedad (desigualdades económicas, sociales, políticas, culturales, etc.), eran los mismos, aunque ahora hayan empeorado cuantitativamente.
Pero quiero referirme a aquella televisión y aquellos tiempos con el amor y el humor, el cariño y el desenfado amable que me trae la memoria de mi abuela sentada a la camilla con el televisor enfrente.
Era ésta una mujer nacida en la penúltima década del siglo XIX, escasamente letrada, pero de una importante inteligencia y astucia natural, que gustaba disimular y encubrir exhibiendo una sordera que no tenía, y que unida a sus muchos años, le facultaban para (siempre dentro de su círculo) ponerse el mundo por montera y simplemente hacer lo que le daba la gana.
Digo pues, que mi abuela se sentaba en su camilla teniendo buen cuidado de poner inmediatamente delante suya, entre ella y el televisor, una pantalla de cartón de casi un metro de ancha por unos 80 centímetros de altura, porque… “no quería que la vieran esa gente que hay ahí dentro, que son todos unos chusmas”. “Ahí no hay mas que chusmerío. Están todos liaos unos con otros. Ahí no hay vergüenza, y no me da la gana que se metan en mi casa”.
Había una excepción con la pantalla de cartón:
Era el Telediario.
Cuando sonaba la música de sintonía y aparecía el globo terráqueo dando vueltas, mi abuela quitaba el cartón.
El presentador daba las buenas noches al comienzo de la edición, mi abuela le contestaba, y siempre comentaba: “Ese hombre si es muy educado, pero los otros…que quieres que te diga: Son chusma. Pa mí que están tos liaos unos con otros”.
Pero la curiosidad, que tan vinculada está al cromosoma X, le traicionaba un día sí y otro también.
Rara era la vez que no la cogíamos mirando por el lateral del cartón, y al notarse descubierta disimulaba haciendo ver que se le había caído algo.
¡Qué arte!
Su razonamiento nunca expresado, era muy sencillo:
-Si ella, mediante aquel aparato podía ver a aquella gente, ¿por qué razón, aquella gente no iba a verla a ella, si el aparato era el mismo?
Elemental, querido Watson.
El cartón era la trinchera que defendía su intimidad de las miradas indiscretas de aquella gente extraña, que por culpa de alguien de la familia que había enchufado aquello -ella no sabía encender el aparato- se había colado dentro de su casa.
Hoy día, la televisión va a casa de la gente llamada por la gente, y a través de los agentes les paga cantidades de dinero ingentes, para mercadear con sus intimidades, según tarifas vigentes.
Hemos hablado de la influencia que la televisión ejerce o ha ejercido sobre el ciudadano, pero pensándolo bien, caemos en la cuenta de que el ciudadano sólo puede hacer dos cosas con la televisión: Encenderla o apagarla.
Medítenlo, porque el asunto puede ser urgente.