
Las últimas sentencias del Tribunal Supremo y del Constitucional han vuelto a poner en la picota las diferencias existentes entre ambos. Siempre ha habido recelos por una absurda hegemonía, que la ley regula claramente. El Tribunal Supremo es el superior en todos los órdenes, salvo lo dispuesto en materia de garantías y derechos constitucionales, que corresponde al Constitucional. Cada uno tiene limitadas sus competencias, si bien, hay quien sostiene que el TC se ha ido inmiscuyendo en la función jurisdiccional ordinaria mediante la apertura de la jurisdicción constitucional.
Al margen de tecnicismos y competencias, que la mayoría no entiende, el ciudadano de a pie percibe una guerra soterrada y, por supuesto, toma partido. Unos apoyan a los que entienden están poniendo coto y orden a ciertos desmanes y otros realzan la legitimidad de quien está resolviendo conforme a sus intereses. Y esta es la tragedia que sufrimos. No queremos resoluciones ajustadas a derecho, sino a intereses y simpatías. Posiblemente, muchos de los que llevan días opinando de unas y otras resoluciones no hayan leído con detenimiento las mismas. Sólo importa el fallo, para, según sea ajuste o no a nuestros pensamientos, defender o atacar al que corresponda.
El ciudadano percibe que la conformación de esos tribunales, especialmente el Constitucional, es un intercambio de cromos entre los partidos. El hecho de que algunos de sus miembros sean personas significadas políticamente o incluso hayan pertenecido en algún momento al Gobierno, crea esa imagen de falta de imparcialidad que tanto daño hace a la justicia. Y si unimos que, muchas de sus deliberaciones, especialmente las de mayor trascendencia pública, se han venido adoptando con la misma mayoría (7-4), se traslada la sensación de que no existe un verdadero debate jurídico sobre el fondo de los asuntos, sino que los bloques imponen el resultado y luego construyen la sentencia. Esto ha sucedido en temas tan diferentes como la ley que permite abortar a las niñas de 16 y 17 años sin el consentimiento de sus padres, los ERES, la repetición del juicio de Otegui, la privación del escaño a un diputado de Podemos o el impuesto a las grandes fortunas, entre otros. Llama la atención que todos los magistrados coincidan en sus posturas en asuntos tan diferentes.
No dudo que jurídicamente esas resoluciones estén bien fundamentadas, pero, por no haber cuidado las formas, siempre quedará la sospecha de las lealtades políticas. El conocido dicho de la mujer del César es plenamente aplicable al caso. No sólo deseamos una Justicia independiente, neutral e imparcial, sino que necesitamos ver hechos que lo constaten. La transparencia es clave para generar confianza y en estos casos, brilla por su ausencia.

POR DERECHO
Abogado, socio-director Bufete Rodríguez Díaz. Profesor en la Universidad de Sevilla (US), Universidad Pablo de Olavide (UPO) y Loyola Andalucía.