Tougher Than the Rest

                                      Tougher Than the Rest

Ocurrió una noche de agosto, en las chabolas del Lejío. Mucho calor y la gente sentada en la puerta, de charla. También un niño de ocho o nueve años, con los ojos clavados en una tapia de poco más de un metro de altura. Una tapia que, al caer la tarde, cuando los niños salían a la calle para jugar, éstos la sorteaban sin detenerse en su carrera, saltando por encima de ella uno tras otro. Pero aquel niño no podía evitar frenar, tener que echar el cuerpo en la tapia, pasar una pierna, deslizar el cuerpo hacia el otro lado y pasar la otra, para continuar corriendo junto a sus compañeros, que ya le llevaban una gran ventaja. Salta como las niñas, le decían. Y aquella noche de agosto, mientras los mayores charlaban de sus cosas sentados en la puerta, el niño corrió con todas su fuerzas hacia la tapia y, al llegar a ella, se impulsó en el aire. Al abrir los ojos sintió unas manos fuertes levantarlo del suelo, un gran dolor en la cabeza, y el sabor caliente y espeso de la sangre en la boca.

 

No acostumbro a tomar más de un par de copas en bares o plazas. Al igual que el tabaco, me gusta en mi habitación, a solas, sentado en el suelo y con la espalda apoyada en la pared. Pero esta noche de sábado, un grupo de compañeros del teatro despedimos a mi compadre Copatzin, que vuelve a su tierra, México, y claro. Un par de chupitos de tequila junto a varias copas y  el estómago vacío me hacen salir del local en busca de aire fresco. Me apoyo en una esquina de la calle Lavapies, intentando recuperar algo de sensibilidad en la garganta y maldiciendo al tipo que inventó el tequila y a la madre que lo parió, cuando sale del local uno de mis compañeros y se pone a mi lado. Me ofrece un cigarro, que rechazo. Te gusta mucho ese hombre, ¿verdad? Y mi compañero se queda con el cigarro en la mano, mirándome muy fijo, y sin responder a mi pregunta. Qué se habrá creído el dramaturgo de los fulares, leo en sus ojos. Y es que no somos amigos, ni mucho menos. Nunca hemos coincidido en un montaje. En cuatro años apenas hemos cruzado un par de palabras. El uno del otro tan sólo sabe que él es del norte y yo del sur. Nada más. Y cuando comienzo a responderle a su mala cara con una sonrisa, saco de mi bolsillo un billete de veinte euros y le digo: Toma. He visto cómo gastabas lo que tenías invitando a un par de rondas. Cógelo, entra ahí y dile que lo invitas a comer unos trozos de pizza en Sol. O parad un taxi y largaros a un sitio de la ciudad en el que nunca hayáis estado. Un paseo por el viaducto, una de esas cafeterías veinticuatro horas donde podáis hablar tranquilos, qué se yo. Los dos somos del oficio y sabemos bien qué hacer cuando un personaje quiere algo de otro tras varios intentos: un cambio de espacio y tiempo, para ver las cosas de manera distinta.

 

Mañana salgo para Toledo. No tengo una hora prevista, por lo que tampoco tengo prisa en acostarme. Así que pongo algo de música en el ordenador, me siento en el suelo, coloco a un lado el cenicero y apoyo la espalda en la pared de mi habitación dispuesto a fumarme el cigarro que he cambiado por un billete de veinte euros. Y entre calada y calada, recuerdo. Recuerdo hermosas tardes ante un tablero de ajedrez, con mi maestro Pepe Carreño;  y tranquilas mañanas, cuando tenía quince o dieciséis años, en las que me saltaba las clases —bien solo o bien con un colega— y me  perdía por algún polígono para fumar un par de porros; o aquellos meses trabajando en el campo, con los dieciocho cumplidos, plantando garrotes, cargando pollos o cogiendo aceitunas, cayéndome toda la lluvia encima, la ropa empapada y hasta las rodillas de barro, con el dueño de las tierras a pocos metros —el hijoputa del señorito— bien calentito dentro de su Land Rover y sin quitarme los ojos de encima; recuerdo cuando llegaron los primeros ataques de ansiedad —poco antes de cumplir los veinte—,  y llegaron para quedarse; y cuando entré por primera vez en un teatro, trabajando como técnico de sonido, y decidí quedarme en él para siempre; y las miles de horas en la biblioteca del pueblo, la prueba de acceso para la carrera de Escenografía en Sevilla, y la primera vez que escuché en boca de unos actores aquellos diálogos que escribí durante un largo verano en Madrid.

 

En la habitación comienza a sonar la voz de Bruce Springsteen. Well it’s Saturday night / You’re all dressed up in blue. El teléfono vibra. Un mensaje. Apago el cigarro. Abro el mensaje. Una foto. Y en la foto aparecen dos tazas de café, dos cruasanes y una servilleta de papel en la que hay algo escrito. Refriego los dedos por la pantalla para acercar la servilleta y leo: 04:36, 15-02-15. Muchas gracias, sevillano. Dejo el teléfono en el suelo. Lo leo una vez más: Muchas gracias, sevillano. Y sonrío. Sonrío porque todo empezó allí, en aquel pueblo de Sevilla. Una noche de agosto, con los ojos clavados en una tapia. Ni el ajedrez, ni los porros, ni las licenciaturas han hecho una mínima huella en mí comparado con aquella tapia. Tampoco la ansiedad. Mucho menos el teatro. Subo un poco el volumen de la música. If you’re rough enough forlove / Baby I’m tougher than the rest. Recuerdo las palabras de un viejo amigo ya fallecido que luchó en la Guerra Civil: Puedes intentar borrar el pasado de tu memoria, y tal vez puedas lograrlo. Pero jamás lo borrarás de tu mirada. Y pienso quién sería yo hoy de no haber corrido hacia aquella tapia. Cómo sería mi vida, cuál mi oficio. Quién me acompañaría esta noche, suponiendo que alguien me acompañara. Pero ya poco importa, creo. Para bien o para mal, en una biblioteca, trabajando en el montaje de un texto dramático, de copas con los amigos, disfrutando de un paseo por el centro de alguna histórica ciudad o de obras de arte por los pasillos del Museo del Prado, siempre, esté donde esté y haga lo que haga, habrá en mí un niño sevillano corriendo con todas sus fuerzas hacia aquella tapia de las chabolas del Lejío.   

 

Álvaro Jiménez Angulo   

 

 

 

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