Tormentas de verano
LARGO DE PENSAR
Montilla, Córdoba. Periodista de los de antes, columnista del ahora. Escribo como tomo un buen vino: saboreando los matices.
Caen granizos como piedras en Los Madriles. Se estrellan sobre los turbios cielos del Ferraz de urnas trucadas; empapan las vestiduras de los incrédulos madrileños que pasean por la impasible Moncloa de impenetrables muros de acero; golpean los capós de las lecheras que evitan los disturbios de las descontentas fachosferas en las que se quiso encasillar a los faltos de pleitesía. Los granizos vaticinan el bochorno húmedo del verano, el sonrojo propio de los carnés socialistas, tiran por tierra a los optimistas. Maquillan la desazón de los que se creyeron su propio cuento, de los que se olvidaron de las hemerotecas patrias, apuntan con escopetas cargadas a los ministros de Fomento.
Las tormentas de verano traen caras largas, consuman semblantes de apariencia decepcionada, entrenan a los actores de Óscar —el de los premios y no el de los trenes parados— con lágrimas en los ojos que presagiaban la lluvia pero que han decidido salir sin paraguas. Las de las Leires de cloacas empedernidas, las de las grabaciones chuscas que tumban a los gobiernos del pueblo, las de las negativas de las corrupciones contenidas. Las de los argumentos que no hay a quien convenzan, las de los Santos —Cerdán— que no llegan a monaguillos, las de los saludos a medio hacer en los escaños de la vergüenza. Las de los registros reveladores, las de los Chenoa con camiseta gris que ríen a carcajadas, las de la simpatía por folclore. Las de sentimientos de huérfano, de cacicadas en vano, de los ‘no soy perfecto’ porque también soy humano. Las de Marías de las Jesusas que se abrasan poniendo “la mano en el fuego”, las de justicieros procesados y santurrones investigados, las del fiscal en el candelero.
Las de los silencios atronadores, los directos que destapan conversaciones, los informes que no existían hasta que acabaron por socavar a las instituciones. Las de auditorías externas, las de medidas irrisorias, las que señalan a las cavernas. Qué más da todo cuando caen las tormentas de verano. Qué importan los bulos mal lanzados que hablan de bombas lapa, qué interesan las fontaneras desbocadas en lo más alto de su propia ignominia, qué son unos cuantos cientos de miles de euros en el gasto del gualtrapa. Qué inquietud va a generar el ascenso de la indecencia democrática, el descenso al barro de los sótanos insospechados de cloacas a medio destapar, la máxima expresión de la indecencia política. Qué más da ya todo. La democracia, las instituciones, las copas caras, los chupitos baratos, las ínfulas presidenciales de demacrado trato.
Lejos queda esa capital de finales de mayo que enloquecía a las puertas de Las Ventas con los hechos históricos pero bonitos, que cortaba calles y se enfrentaba a los cánones de la modernidad antitaurina, que coreaba aquello de Jo-se-an-tonio-mo-ran-te-de-la-Pue-bla a las puertas del Wellington. Cuántas cosas han pasado, y qué difícil es escribir sobre todas ellas. Qué desdeña a las sobremesas, qué desplante a los pícnics en la pradera, qué agravio a las vacaciones de desconexión obligada. Es lo que tienen las tormentas de verano. Que no nos dejan disfrutar ni de un triste rayo de sol, de las tenísticas remontadas, de las tramas desbocadas.
