Toque de campana

Yo fui atleta, de los que entrenan mucho y ganan poco, de los que arañaba los segundos con horas de sufrimiento. Estuve cuatro años de mi vida peleado con los cronómetros. Mi vida se resumía en marcas mínimas. Cuando empecé con aquella aventura, todo me parecía tan imposible que no tuve otra opción que intentarlo. Corría mal, sin técnica, alargando demasiado la zancada, empujando con el corazón en vez de con las piernas, gesticulando con los brazos como si estuviera remando en mitad del Guadalquivir.

Todo me quedaba tan lejos que no pude hacer otra cosa que acercarme a echar un vistazo. A mí me mueve el espíritu de la ojeada, del voltio por lo improbable. Siempre he sido lo suficientemente talentoso como para darme cuenta de mis carencias e intentar suplirlas con lo que tengo a mano. Hice de la cabeza un muro inexpugnable y me metí a hacer fondo, distancias en las que la cabeza influye igual o más que el físico. Allí me hice un hueco y aprendí lo que significa aguantar hasta el final. Dando vueltas a un tartán entendí que la vida es tan recta que necesita girar, y que hay otras maneras de ganar, que a veces hay que saber esperar el momento y otras hay que arriesgar y salir con el cuchillo entre los dientes. 

En carrera aprendes a medir, a dosificarte, a gestionar tus fuerzas. Calibras tus opciones, conoces a tu cuerpo, sabes cuantos cambios de ritmo tienes. Desarrollas la capacidad de leer en la cara de los rivales la duda o el cansancio. Cuando corres pensando en correr más rápido que los demás, aprendes a pensar lento. Con frialdad. Gracias al atletismo tengo la capacidad de poder pensar aunque esté exhausto. Conseguí desvincular mi cabeza de mi cuerpo. El dolor físico iba por un lado y mi cabeza y la carrera iban por otro. En esos días de clavos y tartán comprendí que siempre se puede un poco más, que la mente se guarda un par de ases en algún extraño compartimento neurológico. Yo ponía todos los fines de semana mi cuerpo al límite y descubrí que siempre es un punto más lejano del que nos pensamos. Si piensas en un límite, añádele siempre un par de peldaños más, los mofletes de lo improbable se pueden pellizcar con las manos del trabajo. 

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A mí lo que más me gustaba era escuchar la campana que se toca cuando se anuncia la última vuelta. Esa campana anunciaba que se desataban las hostilidades, que el final estaba llegando. Y ahí ya no había ni cabeza ni cuerpo, era solo el espíritu el que galopaba. Apretaba los dientes y acariciaba con los pies mis límites. Ahggg, aún tengo esa sensación en la punta de la memoria. Las piernas ensanchándose, el ácido láctico recorriéndome el cuerpo, la boca con regusto a metal. Los brazos robóticos braceando torpes, el corazón latiéndote en la oreja, el silencio de la última recta. Llegar, mirar a los lados y dejarte caer. Tan muerto que podrías decir que eres el más orgulloso de los vivos. Saber que te has ganado, que has vuelto a terminar vacío. Qué plenitud, qué orgasmo espiritual. Hace tiempo que me retiré del tartán, pero no he dejado nunca de pensar como un atleta. De hecho, esto se termina aquí, que ahora mismo están a punto de tocar la campana. Me voy a esprintar. 

Santi Gigliotti
Twitter: @santigigliotti
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