Tita Carmelia


Las figuras de los muertos ―dijo alguien― solo conservan, cuando los años pasan, la precisión de sus nombres. Aunque con muchos suceda así, aunque muchos lo crean, yo dudo de la validez de algunas afirmaciones que se presentan como universales. Al menos, no creo que tal sentencia sea aplicable a mi tita Carmelia. Así la llamábamos todos los sobrinos; y así, un día, todo el pueblo empezó a llamarla. Han pasado muchos años, su historia se remonta a muchos años atrás, pero ―al menos para mí― mi tita Carmelia sigue siendo más que un nombre; es un ejemplo de costumbres que un tiempo se consideraron sagradas, pero que hoy, por fortuna, se han perdido.
Su nombre siempre lo asocio a una imagen muy viva de mujer elegante, poseedora de un cuerpo erguido y bien formado; su voz dulce podía mantener su tono y su ritmo en cualquier circunstancia; sus manos, firmes y expertas en el ajetreo de la cocina, eran sutiles en las labores de bordado y suaves en el modo en que acariciaba mis mejillas. No era de extrañar que atrajese la atención de cuantos la miraban. Conservo una sola foto suya. Ya mayor, pelo cano y necesitada de un bastón en que apoyarse, no había perdido nada de su esbeltez.
Pero, a veces, el destino nos marca senderos repletos de dificultades. Porque también recuerdo sus ojos verdes, apagados por el velo húmedo de un llanto siempre contenido, un permanente gesto de tristeza y una mirada extraviada no se sabía hacia dónde. Sentada en el cierro de la ventana de la Plaza del Convento, cerca del convento de la Candelaria, la luz de la calle realzaba las manchas violáceas de sus ojeras. Muchas veces he pensado que su propio nombre, Carmelia, «campo repleto de vides», fue una cruel burla del destino.
Tita Carmelia era la mayor de cuatro hermanos. La seguían en edad mi madre y mis tíos Leonor y Pepe. Teniendo todo para una existencia feliz, la vida la marcó ―como sucede a muchas personas sin que se sepa la razón― con un inexorable y lento sufrir. No le faltaron pretendientes ni ocasiones para casarse, mas su padre ―mi abuelo Joaquín, autoritario y terco, esclavo de rancias tradiciones― rechazaba a cuantos se le acercaban. De uno decía saber de buena tinta que era un vago; de otro, que se acercaba a ella solo por el interés de su dote; de otro, que corrían voces sobre su afición a la bebida… «Tú, aquí, que ya aparecerá el hombre que te convenga», le decía. La lozanía de tita Carmelia se iba marchitando, mientras los hombres del pueblo recelaban acercarse a ella, que, en secreto, ahogaba gemidos, disimulaba lágrimas y ocupaba las horas en bordar un ajuar que jamás estrenaría.
La muerte de la abuela Josefa complicó aún más su situación. «Ahora que no se te vaya a ocurrir pensar en boda; alguien tiene que cuidar de tus hermanos y de la casa», dijo el abuelo Joaquín caliente aún el cuerpo de la abuela en su féretro. Tita Carmelia bajó sumisa la cabeza. Mi madre no tardaría en conocer al que sería su marido ―mi padre―. Y tita Carmelia, consciente de su propia experiencia, puso todo su esfuerzo en doblegar la voluntad del abuelo Joaquín hasta que autorizó la boda; apenas unos meses después, sucedió igual con mi tía Leonor. Entre boda y boda, mi tío José se marchó a Bilbao como contable de una empresa. Allí se casó y allí nacieron sus tres hijos.
Tita Carmelia ―mientras tanto― veía pasar el tiempo resignada y silenciosa, yendo al mercado y cuidando de su padre. De vez en vez, no olvidaba poner entre aquel desolado ajuar que bordó jabón de olor y bolsitas con melisa, hierbabuena, lavanda y mejorana para que no las impregnara el olor del moho y la humedad.
Poco después de la boda de mi tía Leonor, a tita Carmelia se le acercó un nuevo pretendiente. Pero ella le decía: «Espera un poco. Después de dos bodas casi seguidas, sería mucho trastorno». Corrían los días, los meses, y el novio de tita Carmelia sufría de impaciencia: «Si no nos casamos ya, tendremos que dejarlo; nadie puede esperar tanto». A ella la retenían las dudas y la obstinación del abuelo Joaquín, egoísta y despótico: «¿Qué sería de mí si te casaras ahora? ¿Qué hija serías si abandonaras a tu padre?»
Tita Carmelia padecía en silencio el capricho de aquel padre tirano. Una tarde, el novio dejó de rondar la casa. Dicen que, incapaz de amar a otra mujer, se marchó del pueblo sin dejar noticia de adónde fue. Para toda la gente, tita Carmelia, mujer de ajada belleza, pasó a ser «la solterona del Joaquín».
No se sabe si ese último fallido novio llegó a enterarse de la muerte del abuelo, acaecida tan solo tres meses después de su marcha. Lo único seguro es que no volvió a aparecer por el pueblo. Tita Carmelia se enclaustró en la casa y apenas salía a la calle. Nadie sabía la hondura de su pena, pero yo la veía languidecer sentada junto a la ventana.
Ningún miembro de mi familia queda ya en el pueblo, aunque yo lo visite de vez en cuando. Hoy he pasado por la Plaza del Convento. Ignoro quién habitará ahora la casa. Pero he creído ver en la ventana la sombra de una figura bordando sábanas y manteles y ordenando bolsitas de menta, lavanda y mejorana. Me he quedado mirándola y me ha parecido que unos ojos verdes me miraban. He sentido un escalofrío porque he reconocido en ellos la mirada de alguien que murió sin consuelo ni esperanza.

CUENTOS TRISTES DE MI PUEBLO
Licenciado en Filología Románica. Profesor en Lora del Río, Fuengirola y Málaga, donde se jubiló. Participó en experiencias y publicaciones sobre Departamentos de Orientación Escolar. Colaborador de la revista Spin Cero, galardonada en 2003 con el Reconocimiento al Mérito en el Ámbito Educativo, e impulsor de la revista-homenaje Picassiana. Editor de Todos con Proteo, publicación colectiva en favor de la Librería Proteo tras su incendio. Desde 2006 mantiene el blog La Agenda de Zalabardo.
Autor de cuentos y novelas, de las que ha publicado tres, una permanece inédita y una quinta está en proceso de creación. Reside en Málaga.