Tiempo de héroes

La invasión de Ucrania por las tropas de Vladimir Putin trae a nuestra memoria, dignificadas, las acciones realizadas para proteger a la población civil durante otras muestras de barbarie del pasado. Recordarlas se convierte en homenaje a sus protagonistas y en estímulo para seguir creyendo en la existencia de la bondad. Quien salva una vida salva al mundo entero.
Porfirio Smerdou Fleissner era cónsul honorario de México en Málaga al comienzo de la guerra civil. Durante todo el conflicto dio refugio a personas amenazadas de muerte y lo hizo sin distinción de bandos. Hasta febrero del 1937, cuando las tropas del bando golpista entraron en la ciudad, albergó en su casa y en otras inmuebles con inmunidad diplomática a cientos de personas amenazadas de muerte; luego, al cambiar radicalmente la situación, protegió igualmente a republicanos perseguidos. Diego Carcedo, el hoy veterano periodista, escribió para recordarle El «Schindler» de la guerra civil, un relato de sus acciones humanitarias. Smerdou estaba casado con Concha Altolaguirre, hermana del célebre poeta malagueño exiliado desde 1939.
La figura de Schindler es conocida gracias a Thomas Keneally —autor de El arca de Schindler— y a Steven Spielberg, que llevó la novela al cine con el título retocado. Ambos cuentan cómo el tándem formado por Oskar Schindler y Emily Pelzl, marido y mujer, salvó de la muerte en campos de exterminio nazis a más de mil empleados judíos de sus fábricas. Para ello se vieron obligados a gastar en sobornos la fortuna ganada durante la guerra. Casos como el suyo, de patronos que anteponen el bien de sus empleados al afán de lucro, ayudan a seguir creyendo en el futuro de la humanidad. Es cierto que Emily, ya en la vejez, tenía una opinión nefasta de su marido, alcohólico y mujeriego, pero búsquenme a alguien perfecto.
Otro héroe callado fue el diplomático zaragozano Ángel Sanz Briz. Encargado de negocios de la legación española en Budapest durante la ocupación alemana de Hungría, y secundado por el ciudadano italiano Giorgio Perlasca, salvó la vida de miles de personas. Basándose en un decreto-ley de la época de Primo de Rivera, que otorgaba la nacionalidad española a descendientes de judíos sefardíes, concedió visados que permitían a los perseguidos evitar los campos de exterminio. También Diego Carcedo escribió sobre esta gesta humanitaria: Un español frente al Holocausto: cómo Ángel Sanz Briz salvó a 5.000 judíos. Los interesados en profundizar en este tema tienen a su disposición España, los sefardíes y el Tercer Reich (1939- 1945): La labor de diplomáticos españoles contra el genocidio nazi, de David Salinas.
Tampoco se puede olvidar a los holandeses Johan van Hulst y Henriëtte Pimentel; su caso ha sido narrado por Mario Escobar en la novela La casa de los niños. Ambos, con la colaboración de Walter Süskind, consiguieron salvar a más de seiscientos niños de Ámsterdam que iban a ser enviados a campos de exterminio. Hentiëtte dirigía una guardería cercana al lugar donde los nazis estaban reuniendo a las familias judías y consiguió de los responsables de la macabra operación que los niños esperaran el traslado en la guardería. Esta era vecina de un centro docente regentado por Johan. Puestos los dos de acuerdo, y contando con la autorización de los padres de los niños y la colaboración de Walter, encargado de controlar el número de críos, Henriëtte se los pasaba a Johan por encima de la valla que separaba los patios traseros de los dos establecimientos y él los sacaba aprovechando el paso de tranvías o el despiste de los vigilantes alemanes. De la ciudad los niños eran trasladados al campo, a casas de familias holandesas de acogida. Los padres fallecieron asesinados por los nazis pero con la esperanza de que sus hijos estuvieran bien. Un buen número de ellos aún vive.
También hubo historias de heroísmo anónimo. Podemos recordar la labor de «La Cimade», ONG francesa que ayudó a buscar trabajo y acomodo a los refugiados políticos españoles en 1939, o la manera que tuvo el gobierno mexicano de Lázaro Cárdenas, la nación mexicana al completo, de acoger a los españoles en las mismas fechas. O también los españoles que ayudaron a los judíos, la mayoría niños, que huían de la persecución nazi permitida por el régimen de Vichy: los perseguidos atravesaban los Pirineos a pie y llegaban a las aldeas de Lérida hambrientos y ateridos de frío, con principio de congelación en los pies. En aquellas humildes casitas de piedra, frente a un buen fuego, se les devolvió la vida.
Los tiempos han cambiado, o eso creíamos. Parecía imposible la repetición en Europa de aquellas escenas, pero ahora no sabe uno qué pensar. La generosidad del que ayuda vuelve a ser necesaria. Los españoles padres de acogida de niños ucranianos conducen desde Cádiz hasta la frontera polaca para traer con ellos a ese niño que tanto quieren y a su familia; muchos de esos compatriotas nuestros vuelven lamentando no tener un autobús en vez de un turismo para traerlo lleno de refugiados. Ciudadanos ucranianos han vuelto a su país desde la civilizada y confortable España para intentar repeler la invasión o cuidar de sus mayores, y lo hacen seguros de su obligación moral, demostrando un valor que ni imaginaban. Personas así son imprescindibles.
Escribo estas reflexiones el miércoles día dieciséis. No sé cómo evolucionará el conflicto pero sí hay algo claro: el mal existe, existen la maldad, la insensibilidad y la falta de empatía absolutas, y cuando estas se unen al cálculo y la ambición configuran una mezcla temible. Vuelve a ser tiempo de héroes.
En la imagen, Henriëtte Pimentel y un niño de su guardería (europeana.eu). Pimentel murió en Auschwitz.
Víctor Espuny
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