Tejados de la calle Mancilla

CALLE MANCILLA OSUNA

Golpes en la puerta. Pum pum pum. Madre e hija miran a Manuel, y Manuel mira hacia la puerta esperando, tras los próximos golpes, voces de amenaza. Pum pum pum. Abran la puerta o la echamos abajo. Pum pum pum. Manuel se acerca a la ventana. Con sumo cuidado mira hacia afuera. Noche. Puertas y ventanas cerradas. La calle, desierta, excepto las tres figuras en sombra que golpean una vez más. Pum pum pum. Retrocede y se vuelve hacia su hermana y su madre. Y al verlas ahí, su madre intentando sin lograrlo calmar el temblor de sus manos, su hermana con sus dieciocho años recién cumplidos, recuerda las palabras de su amigo. Es el ejército el que se ha levantao… Están cazando uno a uno y pronto vendrán a por nosotros… Debemos poner tierra de por medio cuanto antes… Y recuerda y pasea la mirada por la habitación, quizás presintiendo hacerlo por última vez, y la detiene en una hoja de calendario colgada en la pared. 26 de agosto de 1936. Tenías razón, amigo. No han tardado mucho en venir a por mí. Pum pum pum.

Manuel cayó como cayeron muchos hombres y mujeres al comenzar las detenciones tras el levantamiento del 18 de julio: denunciado a las autoridades por uno o varios canallas que no tuvieron el coraje de enfrentarse cara a cara con su oponente, y que buscaron que otros le hicieran el trabajo sucio. Ratas de cloaca incapaces de defender ni a sus propios hijos sin que les llegara la mierda a los tobillos en una refriega, pero que en aquel verano del 36, y durante mucho tiempo después, se acercaban sigilosos al cuartel militar más cercano, o al cura del pueblo, o al domicilio del político de turno de derechas, para contar que Fulano habla en la taberna sobre el derecho a huelga de los trabajadores, o que Mengano es un rojo amigo de poetas e intelectuales y un maricón, o que Zutano es un comunista que se cartea con gente de Rusia. Ratas miserables y cobardes ­-y en casi todos los pueblos y ciudades de España hubo unas cuantas por aquellos años- llenas de vileza, crueldad y revancha, y que al saberse bien protegidos por el tumulto levantado en armas contra la República, no dudaron ni un instante en presentarse para denunciar, linchar y sentenciar a muerte. Siempre y cuando, claro está, que la sangre derramada manchara las manos de otro.

No está, repite el hombre ante los ojos asombrados de la joven. Y no regreses porque ya no va a estar más, sentencia. La joven sale del edificio. Cruza la plaza. Baja por calle Sevilla y tuerce hacia la calle Carmen. Al llegar a Plaza del Salitre, se detiene en seco. Mira el paquete que lleva en sus manos. Este pan y este café, piensa. Y al volver a levantar la vista mira el agua de la fuente, el azul limpio del cielo, y el sol cayendo sobre las paredes. Un sol de primeros de septiembre. Y un carro que pasa ocupado por dos hombres. Y aquellos tres hombres en aquella esquina, fumando, sin mirarse, y en silencio. También los del carro han pasado sin decir palabra. Y la joven piensa en el café, en el pan, y en los muchos hombres que viven callados, atemorizados. Hombres que trabajan y caminan por las calles y toman café y vino en la taberna con la mirada en el suelo, día tras día, y sin abrir la boca. Y tras sentir algo recorriendo su cuerpo que nunca antes había sentido, aparta la vista de los hombres de la esquina y reanuda su paso hacia su casa, donde la espera su madre. Y todo bajo este sol de primeros de septiembre.

Manuel Pérez Serrato era soltero, vivía junto a su madre y su hermana en la calle Cervantes (hoy calle Mancilla), y tenía veinticinco años cuando lo detuvieron. Tras una semana preso, lo fusilaron a primera hora de la mañana del 1 de septiembre de 1936, y fue enterrado en un hoyo junto a otros detenidos y fusilados en el Cementerio Municipal de Osuna. Yo guardo una foto de Manuel que lleva acompañándome más de diez años. Y llevo conmigo esta foto porque, en aquella sociedad de principios del siglo XX en la que las niñas eran preparadas para ser futuras amas de casa dedicadas a tiempo completo a permanecer al cuidado y obediencia de los demás, en aquel sistema en el que ni las más afortunadas económicamente podían acceder a unos estudios universitarios por ser mujer, en aquel país en el que médicos y científicos aseguraban que el cerebro de la mujer era inferior al del hombre y que por lo tanto no podían ejercer cargos de responsabilidad, en medio de todo aquel ambiente, digo, la hermana de Manuel aprendió a leer. Manuel puso su empeño y dedicación en mostrarle a su hermana lo maravilloso y útil de la lectura. Lo que nos ayuda a realizarnos como personas. Y por eso guardo la foto de este hombre. Un hombre que tuvo sus luces y sus sombras, como todos los que han pasado, estamos pasando, y pasarán por este mundo, pero que dejó algo enormemente valioso antes de que le arrebataran la vida hace más de ochenta años: una muchacha ejerciendo la libertad de abrir un libro y dedicarse tiempo a sí misma.

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Gracias a los trabajos que un grupo formado por hombres y mujeres realiza durante estos días en el Cementerio Municipal de Osuna, la hija de aquella joven podrá cumplir uno de sus deseos: que su tío Manuel descanse al fin junto a su hermana y su madre. Es un deseo muy grande el que tiene, y si todo va bien, pronto lo verá cumplido. Pronto podrán volver a estar los tres juntos, dice feliz. Y pensando en esta felicidad, una noche de este verano que va camino a su fin detuve mi paso en Plaza del Salitre. Era muy tarde. Todo estaba en silencio. Me situé frente a la calle Mancilla. Y mirando hacia el fondo de esa calle me pregunté si no pasó por la cabeza de aquel hombre agarrar un cuchillo, sujetarlo bien en la mano derecha y, una vez abierta la puerta y antes de dar tiempo a que le dispararan, llevarse por delante de un tajo al menos a uno de los tres. Probablemente se le pasó. Como también pensaría en la posibilidad de subir a los tejados y escapar pasando de uno a otro durante la noche. Pero qué será de mi madre y mi hermana. Las retendrán hasta que me entregue. Y el frío. Y el hambre. Y Manuel estaba en lo cierto. Así hubiera sido. Por tanto, y viendo que no quedaba otra, el acercarse de sus pasos hacia la puerta hizo callar los golpes y las voces de los hombres y que se colocaran con sus armas en posición. Y justo antes de abrir la puerta para entregarse, yo aparto mis ojos de esa calle y de sus tejados y paseo mi mirada por la plaza observando la fuente, los bancos, las luces de bares y comercios, los coches aparcados. Y también esa joven. Esa joven de dieciocho años recién cumplidos, con un paquete entre sus manos, y a la que me encantaría poder enviar estas páginas, allá donde esté, para que pudiera leerlas bien pronto junto a su hermano.

Álvaro Jiménez Angulo

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