Sudar con pingüinos

Puertas en mitad de la nada, plantadas en lo random, que no separan ninguna entrada de un interior. Bienvenidas sin contacto físico. Días jodidamente azules, señores paseando con las manos atrás, árboles secos. Perros en los coches, sacando la cara por la ventana, novios en chándal acurrucados en el banco de un parque que lleva grabadas sus iniciales, madres con gafas de sol y todoterrenos, con las llaves en la mano. Patalea la primavera en la barriga hinchada de los ojos. Si no lo piensas mucho, todo tiene sentido de repente. Hay un mundo real lleno de figurantes ahí fuera, un paisaje repleto de gente con problemas invisibles, comunes y genuinos, pequeños y gigantes. Hay un mundo de verdad en el que la insignificancia arranca destellos de felicidad. Viernes al mediodía, triples limpios, películas redondas. Nosotros también somos personajes secundarios, atrezo, naturaleza en movimiento. Todos somos más interesantes cuando no nos sentimos observados.
Voy detrás del sol, camino por delante de la noche. Me encuentro una caravana hippie aparcada en el centro de la ciudad. Prohibido pegar carteles, grafitis feos y chuchurríos alrededor. Un Stop lleno de pegatinas, una panadería que huele a palmeras de chocolate, un zapatito pequeño enganchado a una ventana. Por si alguien vuelve a por él. La claridad es una droga de diseño que nos confeccionamos a nuestra medida. Por qué complicamos las cosas, por qué vamos voluntariamente a las ratoneras donde otras ratas nos envenenan el queso. ¿Será que estamos aburridos? ¿Será que hay una cita ineludible con la ciclotímica historia?
Llevamos un gen autodestructivo dentro, una maldad innata, una incurable estupidez que hay gente que no se trata. Hay un empeño inexplicable por desbaratar esto que está tan bien hecho, por desmontar un tinglado que de bonito nos sabe a poco. Una pulsión irrefrenable hacia lo feo, la ira, el odio, la mierda. Uno lo entiende al ver el vídeo de los primates que se graban torturando en el aula a su compañero. No hay finalidad en la perversidad de esos reverendísimos hijos de puta, solo vacío, insatisfacción, complejos, una inexplicable y asquerosa necesidad por sentirse superior ante el débil, por colmar esa ansia oscura que ensucia las almas. Lo mismito que pasa con esos majaras que destiñen nuestros días.
El mal es tan malo que llama al mal, que hace que nos hierva la sangre, que se nos enturbie el juicio, que soñemos con sofisticadas y merecidas venganzas. El mal es una epidemia que se reproduce rápido, una tela de araña que conduce a la trampa del caos. El mal es salvaje, y hace que los buenos se tengan que contagiar de él para combatirlo porque las hienas no entienden otro lenguaje que el de la violencia. Y entonces estamos todos manchados. Y la razón no vale un chavo. Y el mal es tan malo que hace que la legitimidad se hunda en la ciénaga de sangre que él mismo ha creado. Y es tan listo que crea bandos que no saben ya ni por lo que luchan, que se convencen de que la vida es lo mismo que la muerte.
Luego llega el miedo y pone su gasolina en mitad de un fuego que cruje, de una hoguera que solo ilumina el perímetro de nuestro ego. Y quién cede, y quién se baja del burro. Y quién teje una paz que no suene a derrota. Ahora hay que hacer un kit por si llega, y nos lo explica una señora como si estuviera presentando el Cantajuegos. No hay nada que dé más desconfianza que alguien que se quiera hacer el simpático, no hay nada que jiñe más que querer ponerle purpurina al horror. Nadie sabe lo que tenemos a las puertas, pero el sol ha salido con fuerza y hay una alegría incontenible en la gente que anda a la suya, sin saber que la miras.
La belleza está debajo de cualquier piedra, también las serpientes. He leído estos días un poema de Luis Alberto de Cuenca que me acompaña por la calle:
«Quiero volver atrás, al tiempo en que las cosas no eran tan complicadas,
y el amor no era odio
y la nieve era nieve, y la paz y la guerra eran palabras únicas, distintas, inequívocas,
y no la doble cara de un mismo aburrimiento.
Ya no quiero sudar rodeados de pingüinos.»
Pues eso. Tampoco bailar con lobos.
