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Un siglo de lo de Talavera – Último tercio

Un siglo de lo de Talavera – Último tercio

Crónica sentimental de una ausencia eterna

Traigo el cuerpo malo con lo que he escuchado en la Alameda. Con lo que he escuchado entre susurros porque nadie se atreve a hablar en voz alta.

Y se ha hecho el silencio en la Siete Puertas, la gente haciendo corros y sin decir ni pío, todo silencio… Hablan con los ojos, con los gestos, con las miradas, pero sin decir ni media palabra. Sin articular palabra, sin decir “cogida” ni “toro” ni “muerte”… Ni mentar a quien todos saben pero que no se atreven a pronunciar su nombre. El silencio se ha adueñado de la Alameda como cuando el Señor de Sevilla inunda de silencios de madera las calles por las que pasa en la madrugada eterna.

En la Plaza de la Feria los calendarios con la imagen de la Macarena tienen un color apagado y triste. No hay voces entre los puestos. La gente llega, compra y se vuelve para sus casas. No hay bromas con el de las verduras ni discusiones con el carnicero. Llegar, comprar e irte por donde has venido. Hacer los mandados por el camino más corto. Ni en la cantina hay gritos ni voces ni conversaciones. Se escuchan hasta las cucharillas removiendo el café con leche. Hasta los terrones de azúcar disolviéndose en el vaso de caña del descafeinado.

Todavía no le han dado tierra y ya se siente su ausencia. La ausencia de su figura, joven y esbelta, por la Alameda y de su sombra, alargada y torera, en un paseíllo en la Monumental de San Bernardo. La ausencia de su presencia en las conversaciones y la ausencia de su fotografía –dos orejas y triunfo- en la portada del ABC del lunes.

*

Ha amanecido el día con una luz triste que apenas se atreve a entrar en los zaguanes de piedras de tarifa de la calle San Vicente, que apenas ilumina el patio –geranios y yerbaluisas- de los corrales de Triana, que mantiene en penumbras las iglesias –más tiznadas sus paredes que nunca-, que deja más en sombras aún, si eso fuera posible, las galerías mugrientas de la Cárcel del Pópulo donde la mano no alcanza –qué pena más negra- ni a la floresta del paso de palio de la morena Virgen de la calle Pureza.

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(Continuará)

Eduardo J. Pastor Rodríguez


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