SIAVASH

Miró al tablero buscando una salida para su Rey, que quedó en jaque y completamente acorralado tras desplazar yo mi alfil de D1 a C2. O lo que es lo mismo: jaque mate. Y como su monitor de ajedrez que soy, y porque lo marcan las reglas, se lo dije. Pero él siguió con sus ojos grises buscando una casilla por la que poder evadirse, o algún peón cercano dispuesto a dejarse acuchillar —porque para eso están lo peones— interponiéndose entre mi alfil y el pellejo de su Rey. Una vez aceptada la derrota, desvió su mirada hacia la ventana y, tras un minuto callado, lloró. A Siavash no le gusta perder, gritó uno de sus compañeros de clase. Me levanté y pedí silencio, dejando a Siavash secándose las lágrimas y buscando en el tablero una salida para su Rey que no encontraría.

Siempre que lo comento terminan diciéndome que en metro llegaría lo menos quince minutos antes, pero a mí, una vez terminada la jornada, me gusta regresar a casa en autobús, enterándome de las noticias del día por los auriculares. Y en esta época del año, más: gente desabrochándose los abrigos tras picar el billete al entrar, las luces al otro lado del cristal coloreando árboles y fachadas de escaparates cargadas de juguetes, y algún que otro imbécil Papá Noel en la puerta de El Corte Inglés quitándole el curro a Sus Majestades de Oriente. Pero así es, me digo. Toda la vida currándotelo año tras año, cada 5 de enero de almanaque yendo casa por casa en camello y con los sacos a cuesta, para que un buen día, unos engominados y encorbatados yanquis coloreen de rojo a un gordinflón, le pongan un gorro y lo suelten en el país de uno al grito de los Reyes Magos son cosa de fascista. Por suerte, algunos comercios no han perdido la costumbre de hacer sonar por los altavoces el arre burro arre, y lo de que la Virgen se estaba peinando y todo eso. Pero con el tiempo, como decía el yayo, todo se andará. Y esa es la palabra que me vino a la mente al ver caer las lágrimas de Siavash: Tiempo. Son ya treinta y dos los años que llevo viviendo en este giratorio mundo y, aun sabiendo que no son muchos, y que la vida me tendrá reservada aún algunas de sus miles de jugarretas, uno mira hacia atrás y recuerda cosas: noches, rostros, quejidos e imágenes que, cuando menos te lo esperas, te saltan a la cara para hacerte recordar. Y vaya que si recuerdas. Recuerdas perfectamente a aquella mujer a medio vestir en mitad de la calle —media tarde y 40 grados a la sombra— recibiendo las bofetadas que su hermano le daba una detrás de otra, plaf, plaf, y las caras de la gente asomada por ventanas y balcones, callados, sin decir nada, ni mu, escuchando cómo gritaba que me mata, que me mata, y todo por asunto de verse con un gachó por las noches. O aquel estudiante de interpretación al que sus amigos, tras decidir seguir con la fiesta en otra parte, dejaron tirado en los bancos de la estación una noche de carnaval en Cádiz, totalmente inconsciente, con restos de vómito recorriéndole camisa abajo y formándole surcos alrededor de la boca. O aquel tipo moreno, con cara de gitano, barba de una semana y ojos enrojecidos de noches sin dormir, al que veía llegar cada mañana al piso que compartía por aquellos días con varios compañeros, y cómo éste preguntaba a uno de ellos si ella le había dicho algo, si podía guardar la esperanza de otra oportunidad para poder comenzar de nuevo con ella, a lo que mi compañero respondía que no sabía nada, que la había visto pero que no habían hablado sobre el tema, pero que no se preocupara, que él era su amigo, su hermano —esto de hermano lo tengo grabado a fuego— y que haría cuanto pudiera por ayudarle a volver con ella, cuando la noche antes, y muchas otras noches después, me costaba trabajo conciliar el sueño entre los gemidos que compartían la ex del moreno y los de mi compañero.

Los recuerdos se agolpan mientras el autobús me acerca a casa. Y parece que nada tienen que ver las noticias que oigo. Pero sí tienen mucho que ver. Unos roban millones con la tranquilidad del que come palomitas en el cine, o cogen el coche tras una fiesta y se meten en carretera puestos de coca y alcohol hasta arriba, y otros se follan a la novia del prójimo y al ver a éste le dicen hola qué tal estrechándole la mano. Y son los mismos. Los mismos tipos que, a la mínima de cambio, tienen la sangre fría de destrozarte la vida, y sin pestañear. Pero al menos, como decía a mi alumno de ajedrez Siavash mientras esperábamos el autobús tras la clase, podremos tener la conciencia tranquila de haber peleado hasta el final, de haberlo dado todo por salvar a nuestro Rey.


Álvaro Jiménez Angulo

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