Se hace camino al andar

C. P. Cavafis, en su inolvidable poema de 1911 Ítaca, habla a Ulises, que tardó diez años en regresar a su tierra tras la guerra de Troya y le dice ―pido perdón por la forma en que voy engarzando partes distintas del poema―: «Pide que el camino sea largo. Que sean muchas las mañanas de verano en que llegues […] a puertos nunca vistos. Detente en los emporios de Fenicia […] Ve a muchas ciudades egipcias a aprender, a aprender de sus sabios […] Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, entenderás ya qué significan las Ítacas». No mucho más tarde, sobre 1916, en uno de los cantares de Campos de Castilla, nuestro don Antonio Machado lanzaba este aviso: «Caminante, son tus huellas el camino, y nada más […] Caminante, no hay camino, se hace camino al andar».
El tiempo me ha mostrado que son complementarias las ideas de ambos poetas. Incluso se podría decir que son idénticas. Para Cavafis, aun siendo importante la meta, pone más acento en el camino que a ella conduce. Porque, por atractiva que la meta sea, lo que nos enriquece y hace sabios es el camino, que no debemos despreciar. Y Machado ―hombre andariego― nos enseña que no hay un camino prefijado, sino que somos nosotros quienes ―en definitiva― lo hacemos con la huella que sobre el polvo dejemos. Al andar, construimos el camino, y ese camino dará cuenta de nuestra experiencia. Lo importante, pues, es hacer camino.
En mi larga experiencia de senderista, he conocido muchos los lugares y vivido en ellos muchos episodios. Y lo más recordado no es siempre lo que vi y me admiró al llegar a la meta ―eso nos lo da la más humilde guía de viaje―, sino también las personas con quienes me crucé, que tanto me enseñaron con su conversación y ejemplo. Recuerdo lo que supuso ―al llegar a Bretún, pequeño pueblo soriano habitado por no más de treinta personas― sumergirnos en el fantástico mundo de los dinosaurios que poblaron aquellas tierras; pero es más potente el recuerdo de la entrañable Sara García, que ―con más de ochenta años, sin ninguna clase de estudios, encorvada por la edad y sosteniéndose sobre su bastón― se prestaba a guiar a cuantos se lo pidieran y explicar como una experta qué son las icnitas y los coprolitos que llenan las calles de su pueblo.
Y la imagen que conservo del impresionante panorama de los valles y montes pirenaicos navarros y el verdor de la selva de Irati no sería la misma si la desligo del recuerdo de Josu Etxanobe ―de Aribe, Navarra―, que nos condujo por el valle de Aezkoa en un fascinante recorrido de unas seis horas y nos confesaba que por su amor a la naturaleza abandonó la plaza de maestro en su pueblo para convertirse en guía.
Algunos de estos encuentros obligan a meditar. Yendo hacia la ermita de Santo Andrés de Carnoedo ―en Galicia―, a la salida de un lugar llamado Chan de Aldea nos cruzamos con María José, cuyos ojos claros y risueños destacaban en un rostro que la edad y el trabajo habían poblado de arrugas. Conversamos largamente con ella: «Ya las piernas casi no me sostienen, pero cada día bajo al cementerio y hablo con mi difunta madre de nuestras cosas. Eso me consuela». Decía que le gustaba viajar y que, de joven había viajado mucho, pero siempre volvía a la aldea porque: «no sé vivir sin tener el mar cerca». Después de un silencio, continuó: «No crean que no he visto capitales importantes; incluso he visto Madrid. Pero, ¿qué les diría?, Madrid no es más que un pueblo grande». También en Galicia ―Camino de Santiago―, otra anciana nos enseñó algo de la endiablaba estructura administrativa de aquella tierra. Confundidos por los indicadores que veíamos, le preguntamos si estábamos en Pedrouzo, en O Pino o en Arca. Se echó a reír: «Pero é todo o mesmo! Mira, home: se me preguntas pola parroquia, estamos en Arca; se polo concello, en O Pedrouzo; si polo ayuntamiento, en O Pino».
Manuel Bustamante ―en Gorafe, cerca de Guadix― nos enseñó el intrincado y casi fantasmagórico desierto de Gorafe, en el altiplano granadino, donde se puede disfrutar de dos maravillas: El Colorao, llamado así por su semejanza con el cañón de Arizona, y la mayor concentración de dólmenes de Europa. Si Manuel nos enseñaba el laberinto de la tierra, Juan Ramón ―regente del hotel de la Estación de Coripe, en la Vía Verde de va desde Puerto Serrano a Olvera― nos mostró con su telescopio el del cielo, en la oscuridad de la noche en aquella zona.
Podría seguir. Citaría lugares como la Hacienda del Ciprés ―en Osuna, cercana a las ruinas de El Calvario―, el Parque Nacional de Monfragüe, el Meandro del Melero, Mogarraz, el Cerro del Hierro en San Nicolás del Puerto… Cada lugar tiene una historia que contar. Alguna hace pensar en los destrozos que ―a veces― se comenten. Como que el necesario progreso signifique ―debido a la construcción de un trazado ferroviario de alta velocidad y una autovía en La Mancha― la destrucción del camino que conducía desde Argamasilla de Alba hasta la venta en que fue armado caballero don Quijote.
De eso pretendo hablar en esta serie de artículos, de rutas, de caminos, de lugares y de personas. No hablaré de Tailandia, ni de Praga, ni de las Svalbard ni de Ushuaia ―confines norte y sur de la tierra―. Porque hay también lugares próximos ―a veces en nuestro propio pueblo― que invitan a ser visitados y a gozar de su belleza y de su historia. Y mientras vamos haciendo camino, roguemos que ese camino no se nos acabe, porque cada rincón es fuente de sabiduría.
