Se equivoca, Santidad
La semana pasada, en el vuelo de regreso desde Singapur, una periodista habló con el Papa Francisco sobre los candidatos presidenciales en EE.UU., Kamala Harris y Donald Trump. “¿Qué consejo puede dar a un votante católico que tiene que decidir entre una candidata que está a favor del aborto y otro que querría deportar a 11 millones de migrantes?”, preguntó Anna Matranga, de CBS News. “Ambos están en contra de la vida”, dijo el Papa. Y apostilló: “Hay que votar y hay que elegir el mal menor. ¿Quién es el mal menor? ¿Esa señora o ese señor? No lo sé, que cada uno en conciencia piense y haga esto”.
Como el Papa con sus declaraciones pone el mal menor sobre el tapete de la vida pública, me gustaría plantear algunas reflexiones.
En primer lugar, Santidad, hay límites. Es cierto que todos pasamos por alto diferencias o desacuerdos con nuestros partidos políticos de referencia cuando vamos a votar. Pero hay límites. Un votante de izquierdas, por ejemplo, no puede soslayar la traición a la clase trabajadora o la vulneración de los derechos de las minorías. Si su partido lo hace, habrá llegado al límite. Y no podrá contar con su apoyo en las urnas. Si los vota, será porque le importan más las siglas que los principios.
En segundo lugar, el concepto de mal menor es tan elástico como relativo. Lo decía Antonio Gramsci [Quaderno, 16 (XXII)] cuando afirmaba que “todo mal mayor se hace menor en relación con otro que es aún mayor, y así hasta el infinito”. En este sentido, Gramsci percibió el mal menor como una forma de imposición de un relativismo, digamos, “estratégico”. Hay que votar una de las opciones que se ofrecen, como si no hubiese más vías. Han disfrazado a la indiferencia de compromiso civil llamando a votar al mal menor como una nueva suerte de obligación ciudadana. Esto no surge por mutación espontánea, evidentemente. Se trata de una estrategia de fuerza perfectamente delineada en la forma y en el tiempo, con unos objetivos sobradamente claros.
En tercer lugar, el mal menor es una de las herramientas estrella de la manipulación mediática, de la que nos advirtió lúcidamente Noam Chomsky cuando definió la “estrategia de la gradualidad”. Esta consiste en que, para hacer que se acepte pacíficamente una medida inaceptable, basta aplicarla a cuentagotas. De este modo se impusieron privatizaciones, precariedad salarial, desempleo masivo, reducción de derechos laborales, civiles o de expresión… cambios que, implantados de golpe, habrían provocado una revolución. Pero esto ya lo vio Gramsci con meridiana claridad mucho antes que Chomsky. El mal menor, en efecto, no trata de otra cosa más que de “la forma que asume el proceso de adaptación a un movimiento regresivo, cuya evolución -según Gramsci- está dirigida por una fuerza eficiente, mientras que la fuerza auténtica está resuelta a capitular progresivamente, a trechos cortos”.
Por último, el mal menor es contrarrevolucionario a título preventivo. Es la vacuna pentavalente contra la revolución, la insumisión, la tercera vía, la rebeldía y la divergencia. La lógica del poder aprendió esto muy rápido: el poder más que lógico, es dialéctico, causal y, por consiguiente, debe prepararse para soportar la reacción que provoca en el otro. Por eso, en su niñez, el poder burgués fue ingenuamente revolucionario en la defensa de sus intereses. Ahora, en su edad adulta, ha aprendido que, mediante el rápido desarrollo capitalista, de su revolución nació su propio verdugo: el proletariado. Por eso, el poder 3.0 no termina en el intento de someter o de forzar, sino más bien todo lo contrario: no suscita voluntades adversas porque actúa con sigilo y persuasión. Cuando más poder se tiene menos se ostenta, menos se percibe, y con más contundencia actúa. “El mejor truco del diablo es hacernos creer que no existe”, que diría Charles Baudelaire.
En definitiva, Santidad, el Nazareno no se conformó con el mal menor del fariseo hipócrita o las manos del zelote manchadas de sangre. Cerró la boca ante la frivolidad de Herodes y no jugó a las estrategias de Pilatos. Pagó las consecuencias de quedarse solo y abrir para la Humanidad un sendero distinto. Por eso creo sinceramente que el mal menor no es la solución, sino el catalizador del conformismo. “Hay que votar y hay que elegir el mal menor”, dijo hace pocos días. Como gracias a Dios disentir en la Iglesia está permitido, permítame expresar mi desacuerdo. Considero humildemente que, cuando recomienda el mal menor como una nueva suerte de obligación moral ante las elecciones, se equivoca, Santidad.
A DIOS ROGANDO
Teólogo, terapeuta y Director General de Grupo Guadalsalus, Medical Saniger y Life Ayuda y Formación.