Saberse ir
En el anaquel de mis victorias tienen un sitio privilegiado algunas retiradas. No me escondo, siento orgullo de alguna vez que recogí cable a tiempo, que fui capaz de no hacer mella en la herida, que no contribuí a terminar de sentenciarme. Me saben a triunfo las noches en las que cerré el grifo ante la inminente posibilidad de hincar rodilla, concibo como verdaderas conquistas más de alguna recogida que me evitó el mal trago de traspasar la fina línea que divide la desinhibición y el sentido del ridículo. Hay veces en las que toca replegarse para poder volver a avanzar, en las que no quemar todas las naves acaba siendo crucial para el futuro, donde picar billetes es lo más sensato.
Nos cuesta mucho marcharnos, hacer las maletas y poner rumbo a otros sitios. Nos aterra cerrar etapas, dejar atrás lo que hicimos y empezar a pensar en lo que haremos, terminar de fantasear con lo que somos y comenzar a edificar lo que seremos. Le tenemos mucho miedo a los cambios de aires, a dejar atrás la incertidumbre conquistada para sumergirnos en otra. Somos esclavos del pánico, que nos acaba atenazando la lucidez y nos impide utilizar todos nuestros efectivos en la empresa más importante: despedirnos bien.
Resulta trascendental saber medir el tiempo que realmente debemos estar. Ser capaz de descubrir pronto si encajamos o comprender que es momento de ausentarse, cuando después de un largo periodo nos damos cuenta de que ya lo único que podemos conseguir es desmejorar lo que hicimos antes. Hay que escapar de los sitios donde no se nos quiere, despojarnos de la venda del condicional, tratar de no autoconvencernos con excusas baratas, dejar de inventar pretextos que nos pongan a los pies de los que nos desprecian. Ocurre con frecuencia que la palabra retirada se asocia con comportamientos cobardes, le añadimos connotaciones negativas que no siempre sirven. Irse no tiene por qué significar huir, voy a más, para huir muchas veces hace falta más gallardía que para quedarse.
Sin embargo, de los sitios donde fuimos felices y nos sentimos realizados, hay que aspirar a marcharse como si fuéramos a volver, aunque nunca debamos hacerlo. La despedida, cuando es definitiva, es el epitafio de una relación, el remate de una faena, la guinda de tu propio pastel. Debemos calibrar que en el último adiós estamos escribiendo con tinta indeleble en la retina de nuestros interlocutores. La última vez siempre es la primera que se recuerda, por ello conviene ser consciente de que mostrar gratitud o cerrar de un portazo condicionará la forma en la que se rememore nuestro legado.
Saberse ir es de lo más complicado que existe, ser agradecido con quien nos brindó su generosidad, su amor o su tiempo y ser elegante con quien nos hizo la vida imposible. Aprender a poner el punto final de los finales sabiendo que ya no habrá más puntos suspensivos, saber que en los últimos estertores nos jugamos nuestra memoria. Hay que evitar actuar como el ladrón de banco que tiene planeada la huida antes del atraco, pero hay que emular al buen jugador de póker que sabe retirarse cuando sabe que va a perder.
En la medida de lo posible hay que intentar ser el jugador que al colgar las botas mantenga el cariño de la grada, el amante que preserve las caricias y las noches, el amigo que mantenga guardadas con pestillo las confidencias que se le revelaron cuando la confianza aún no se había desvanecido, el presidente que acata y defiende la democracia que le llevó a ser presidente, el monarca que se queda en su país orgulloso de su herencia. Porque saber marcharse bien y a tiempo solo depende de uno mismo y de como quiera que se le recuerde.
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