
LARGO DE PENSAR
Montilla, Córdoba. Periodista de los de antes, columnista del ahora. Escribo como tomo un buen vino: saboreando los matices.
Saber es saber. Y saber saber, no sabe nadie. O casi nadie. Porque la sabiduría taurina es efímera a la par que resistente en la memoria. Es de esas que da un punto de lucidez al ver al toro aparecer. Que puede que el instinto haga efecto y que se confirmen los peores presagios —casi siempre son las malas lenguas las que aciertan— y que el animal de ancha barbilla no de la talla para la plaza en la que ha sido colocado. Pero también puede sorprender y que le ofrezca una mano al torero y, en este caso, un buen combate entre bestia y hombre.
Yo, que de no saber no quiero ni ser de los que saben —si bien me deleito cuando un respetable maestro y amigo me instruye en el arte de la lidia tras pedir su opinión— disfruto más de los chascarrillos. De esos que no te sacan de nada pero que amenizan las esperas de los momentos grandes de la tauromaquia. De los del mentón ancho del toro; la ganadería que nunca falla —o la que la pifia siempre—; la verónica vistosa del artista; o de las magníficas supersticiones de los maestros matadores, cuya faena viene determinada según caiga la montera del derecho o del revés.
Uno de esos comentarios, mi favorito por supuesto, se lo debo a mi abuelo Lelo, al cual le salía una carcajada del corazón disimulada al ver al toro arrastrar sus férreas patas delanteras hacia atrás levantando la polvareda. “Ese toro es comunista”. Por qué iba a tener el animal una ideología concreta y, de ser así, cómo podía saberlo Lelo. “No ves que reparte tierras”.
Conociéndolo, poco le hubiera importado que el toro se hubiese pasado las tardes leyendo a Marx a la bartola antes de entrar al ruedo. O que el maestro le rezase un Padre Nuestro a Franco mientras brindaba la faena a la Plaza. A él, lo que le preocupaba era el arte y la cultura; que hubiese una fiesta digna en la que se admirase la tauromaquia.
Era más de fijarse en la sangre por los costados, el embate del toro, la fuerza del picador. La maestría de la corrida. Los bordados del cartel taurino, el traje de luces y la copa de Fino. De los aceros, los encares, los pinchazos y los descabellos. De la alabanza a la maestría arquitectónica de Las ventas, Los califas y la señorial Maestranza. De los aficionados con prismáticos y los personajes carismáticos. Del runrún, el bullicio y el albero. De las atmósferas espesas del puro habanero. De los toros comunistas, leninistas trotskistas o capitalistas. Los que acabaron en el Archipiélago Gulag del reproche taurino. Los del hasta el rabo todo es toro, los indultados, los de la faena de oro.
De las puertas grandes, las majestuosas lidias, las vueltas al ruedo, los borbotantes pañuelos blancos, los aplausos de corazón cesado. Las corridas de estirpe que acaban en La Puerta del Príncipe. De toros y toreros. De Tauromaquia
con mayúsculas. De arte. De cultura. De celebrar la fiesta nacional. De disfrutar. Y no de saber. Que, para saber, ya están los que saben.

LARGO DE PENSAR
Montilla, Córdoba. Periodista de los de antes, columnista del ahora. Escribo como tomo un buen vino: saboreando los matices.