Risas de domingo


Puede que todos recordemos qué hacíamos en los domingos de nuestra infancia. Dependería de varios factores, seguro, de la época del año, por ejemplo, o de si nuestros abuelos u otros familiares estaban cerca. Mis abuelos no vivían en Osuna, y cuando venían nuestras rutinas se alteraban. Lo mismo ocurría si aparecía alguno de los numerosos parientes de mi padre, todos muy habladores y entretenidos. Esos días dejábamos de hacer lo de siempre y asistíamos a las conversaciones de los adultos mientras guardábamos silencio; no hablábamos si no se nos preguntaba, queríamos aprender de ellos. Pero esos días de visita eran extraordinarios, no era lo normal. Por lo general vivíamos como todos los niños, jugando entre nosotros y viendo alguna pantalla, pues ya entonces, años sesenta, las pantallas habían irrumpido en la vida de las personas. Veíamos la tele. Eran televisores enormes, pesados, de pantalla mucho más pequeña que el propio frontal, que debía compartir su superficie con altavoces y mandos. Nadie había inventado el mando a distancia, al menos el invento no había llegado a las zonas rurales de Andalucía, y lo más parecido era una vara bien larga para accionar los botones. De todas formas, había poco que cambiar porque solo había dos canales, y el segundo comenzaba a emitirse cuando el día estaba bien avanzado. Las imágenes se veían en blanco y negro. La primera televisión en color la vi en Osuna, en la Carrera, en el escaparate de Arregui. Fue un domingo por la tarde. Mi hermano y yo habíamos salido a pasear cuando nos encontramos con una gran aglomeración de personas frente al escaparate de la tienda. Coches no pasaban —en aquellos años la Carrera se volvía peatonal los festivos— y el grupo llegaba hasta el centro de la calzada. Colándonos entre la gente conseguimos ponernos en primera fila y nos encontramos ante el prodigio. En un campo de futbol de césped muy verde y brillante, los futbolistas, de camisetas de colores, corrían tras un balón casi invisible a causa de la saturación de la pantalla. No sé si el televisor estaba mal ajustado —no creo porque los Arregui son grandes profesionales— o, más bien, la técnica se hallaba aún en un estado muy incipiente, tanto que distinguir el balón entre tantos colorines era casi imposible. Esa fue mi primera experiencia con una pantalla en color. Pero lo nuestro era el blanco y negro.
Los domingos de invierno nos levantábamos y desayunábamos tranquilamente. Habían ido por churros y los tomábamos con azúcar y un colacao calentito. Luego poníamos la televisión y comenzaba la fiesta. Aquellas mañanas la programación estaba ocupada casi exclusivamente, al menos lo recuerdo así, por películas americanas grabadas en los años diez, veinte y treinta, películas mudas en su mayor parte. Solían ser de pocos minutos y de mucha acción, con persecuciones incluidas. A menudo un hombre joven y más o menos patoso salvaba a una mujer de la que estaba enamorado de los abusos de un hombre enorme, de largas barbas, pobladas cejas y ademanes feroces. Hoy, 16 de junio, se cumplen ciento treinta y cuatro años del nacimiento de uno de aquellos cómicos que endulzó nuestra infancia, Arthur Stanley Jefferson (1890-1965), más conocido como Stan Laurel, partenaire de Oliver Hardy en El gordo y el flaco. Ambos formaron un dúo de humoristas muy popular, que parecía intentar hacer pasar a las personas un rato en el que pudiesen olvidar la extraordinaria crisis económica que vivían los Estados Unidos en los años treinta, la misma que se extendió por Europa, produjo una subida inusitada de los índices de paro y tuvo como terrible efecto colateral el auge del nazismo. Nosotros las veíamos décadas después, fuera del contexto para el que fueron creadas, pero nos reíamos igual. Junto a esta pareja existían otros humoristas, todos célebres —Harold Lloyd, Buster Keaton y Charles Chaplin— que volvían mucho más agradables esos ratos que pasábamos ente el televisor. Resulta complicado analizar cómo enriquecieron nuestra educación estética aquellas películas, pero algunas, como El chico (Chaplin, 1921), realmente poéticas y de gran trasfondo social —dickensianas— fueron sin duda beneficiosas. Hoy día los niños se reirían con ellas igual, aunque lo políticamente correcto, y castrador, no invite a ponérselas.
