Remear
En Primaria llegó un chavalito nuevo a clase que venía de un pueblo. Hablaba un andaluz cerrado, casi exótico, de los que suenan a estirpe, a arruga, a bolsa verde con un bollo de pan colgadita del pomo de la puerta. Pronto nos hicimos amigos porque íbamos juntos en la ruta y charlábamos en el trayecto. Los primeros días para él imagino que fueron duros, hoy recuerdo que nunca se lo pregunté. Pese a que estábamos en un colegio de Sevilla, había compañeros a los que les resultaba gracioso meterse con su manera de hablar. Como si ellos hubieran nacido dentro de la almendra de la M-30 o en la mismísima Puerta de Brandemburgo.
Era la novedad, el recién aterrizado, y decía cosas como ‘me se ha caído el boli’ y así. El aula se desternillaba mientras él miraba a los lados como pensando qué era exactamente tan chistoso para provocar esas carcajadas rotundas e hirientes. Los profesores le corregían y él asentía. La broma duró exactamente una semana y media, lo que tardó en ahogarse el fuego de la absurda modita con el extintor de las palabras de mi nuevo colega. Un día, en el patio, se acercó a un grupito y trincó a uno que lo estaba imitando. Con su corpachón, era más grande que la mayoría, y una mala hostia que se reflejaba en sus mofletes apretados, le dijo: «Última vez que te veo remeándome». Cuando se dio la vuelta se hizo ese silencio ridículo de cuando te pillan con las manos en la masa, de cuando vas a por lana y sales trasquilado. Nadie tenía ni puta idea de lo que significaba ‘remear’, pero, miren cómo son las cosas, todo el mundo captó el mensaje a la perfección.
Recuerdo estar dándole vueltas un rato y llegar a la conclusión de que el verbo en cuestión significaba mearte encima de alguien. Me cuadró. Mear. Remear. Pues mear dos veces. No me remées. No te vuelvas a mear en mí. Lo vi tan claro que ni se lo quise preguntar. Lo que sí hice fue tratar de confirmar mi intuición cuando llegué a casa. Mis padres se rieron y me explicaron que no, que significaba imitar. Que lo que estaba pidiendo mi amigo era que no lo imitasen. Vaya genio. Le corregirán en Lengua, pero me enseña palabras nuevas, pensé.
Esta semana me he acordado de esta escena. Ver a Esperanza Aguirre, con su decrépita chulería de gata sin ovillo, haciendo chanza de nuestro acento me ha dado arcadas. Debería lavarse el morro, matriarca de la derechona más trasnochada, antes de tratar de ridiculizar a nuestra gente. Hace tiempo que el único micrófono que le casa es el de un karaoke de mala muerte. Así sus continuas salidas de compás estarían al menos acotadas. Le vendría bien a ella, así podría camuflar su incultura, y a su partido, al que penaliza con cada estupidez soberbia y clasista que sale de su boca. Mira que hay motivos de peso para enterrar dialécticamente a María Jesús Mintieron, mira que era fácil atizar a una ministra que está todos los días pegándose tiros en el pie, que ha traicionado a su tierra y se ha arrodillado ante los caprichos y las necesidades de un presidente sin rumbo. Pero no, había que mearse encima de los paletos del Sur. Saben que he sido el primero en apuntar con mi teclado a las incongruencias de la Rizos de Caoba, pero me tendrá en su trinchera cuando la descalifiquen por su acento en vez de por su servilismo e incompetencia.
Escucha, figuranta del Templo de Debod, si nos va a ‘remear’, nosotros nos ‘remeamos’ en usted y en su arrogancia. Si Aitor Esteban le dijo torpe a Tellado, yo le digo en andaluz que usted es una penca, una papafrita, una auténtica cateta.
EL POYETE
Sevilla, 2001. Caballo de carreras de fondo, escritor de distancias cortas. Periodista, bético, sevillano.