Regaliz de sandía

La vida son mucho más que dos días, el problema es que con las ansias queremos acortarla para decir que es menos. Es un mal intento para vivirla con intensidad, o lo que es peor; con prisas. Una estrategia mental que propugna que al tener todo un final, y al estar este final cerca, hay que disfrutarlo aún más. Tratamos de valorar las cosas que pasan por delante de nuestra cara, los trenes en los que nos ofrecen subirnos, las estrellas fugaces, la vida cuando se pasea a otros ritmos. Para esas cosas todos sabemos que solo hay un chance, o sí o no, o subes o te quedas, o lo vives o lo sueñas. Somos el saque directo que solo unos pocos saben restar, somos la bola que toca en la red y se debate entre pasar o quedarse en nuestro campo, somos el juez apoltronado en la silla llevando la puntuación. Todo a la vez.

La comida está más buena cuando se mastica que cuando se engulle, pero si engullimos es porque tenemos ganas de comer. Entramos en el agua poco a poco, como el que llega a su casa de noche y no quiere hacer ruido, de puntillas. Sabemos que si nos metemos corriendo la dulce tortura del frío pasará antes, pero es que en el fondo nos gusta alargar el momento de sumergir todo el cuerpo. Bailar bailamos mucho mejor borrachos, cuando a la vergüenza le pisamos los pies, cuando los movimientos salen de algún recoveco de nuestro ser que se moría por hacer el cafre. Nos tostamos al sol y nos da igual quemarnos, tenemos los mofletes en una perpetua vergüenza, ya nadie nos persigue para que nos echemos crema y no sé por qué, pero es justo ahora cuando más nos acordamos de echárnosla. Las madres se esconden en las pequeñas cosas que de chicos nos molestaban y a las que ahora les encontramos el sentido, aparecen como pellizcos en nuestra memoria, ellas se ocupan de abrillantar todo lo que se desvivieron por inculcarnos.

Veranos de filetes empanados y mojitos, de bañadores con flores, de carreras en la orilla y tablas de surf. Papá lee en la toalla, Mamá charla con una lata de Cruzcampo entre las manos. El balón de fútbol pesa, tengo el empeine rojo por el roce de la arena. Huele a chiringuito, no a pescaíto frito, ni a sal, ni a cerveza, sino a chiringuito. Un hombre moreno se pasea con una nevera. Regaliz de sandía a 60 céntimos, guardo un iceberg en una botella. A soñar aprendemos en las playas, de chicos, construyendo castillos con la ilusión de que nunca se derrumbarán, cavando hoyos tan profundos, que solo pueden ser cavados por niños. Al día siguiente al volver no hay nada, pero la desilusión tarda en disiparse lo que tardamos en imaginarnos otra estructura más grande.

El camino a casa huele entero a jazmín, me miro en los cristales de los coches, subo de la playa descalzo porque Papá también vuelve descalzo. Me clavo un cristal y lloro. Qué prisas más tontas por querer ser mayor cuando eres pequeño, qué ganas de detener el contador con veinte años. Ahora las latas de cerveza se las compro yo al señor moreno y he descubierto que el camino a casa huele aún más a jazmín cuando se hace de noche.

Recuerda que vas a morir, pero olvida que puede ser mañana. Concéntrate, sobre todo, en que vas a seguir viviendo. Que todo tiene un fin y que el fin no es ahora. Lo más valiente es hacer lo que harías si no hubiera un mañana en el que despertar, sabiendo que lo habrá. Lo más urgente es hacer lo que nos apetece sin pensar en las consecuencias, sólo esperándolas. Están ahí y existen pero no son más que eso. El culo de la botella, la cáscara del plátano, algo que no pueden quitarte si lo has sabido bailar. No, la vida no son dos días, pero el verano sí son dos meses. Aprovéchalos, y vive con la prisa del que no espera nada y con el ansia del que no sabe lo que es todo.

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Santi Gigliotti
Twitter: @santigigliotti

 

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