Realidad y ficción, mundos complementarios


Esfumada la ingenuidad de la infancia, cuando aún creemos en la bondad de las personas, nos vemos insertos en una existencia en la que prima el interés material sobre todas las cosas y en la que obtienen los mayores premios los mayores tramposos, los más deshonestos. Y eso nos produce hastío. Una vez descartadas vías de escape como viajar de manera constante, se hace necesario buscar otras para dejar atrás el hastío, el aburrimiento, el tedio crónicos, el ennui, como dirían los franceses.
Todos practicamos la evasión. Hay maneras poco saludables, como el uso de las drogas, y otras que, además de ayudarnos a sobrellevar la realidad, ayudan a nuestra formación y nuestro crecimiento personal, sobre todo en el desarrollo de la necesaria empatía. Es ahí cuando aparece la ficción. Los años veinte y treinta del siglo pasado asistieron a la construcción de cines enormes, de grandes aforos, donde las personas entraban ilusionadas, buscando narraciones inventadas y una huida de la realidad; el lector recordará la afición al cine, a una película en concreto, de la protagonista de aquella genialidad de Woody Allen llamada La rosa púrpura de El Cairo. El público que asistía a aquellas proyecciones buscaba lo que no tenía en su vida: ternura, acción, aventuras, lujo, pasión… Eran cines grandiosos, a menudo llamados «El palacio del cine» y cosas así. Las películas vinieron a sustituir a las lecturas de viva voz que se hacían en familia y en ciertos lugares de trabajo, donde un lector seleccionado por su pericia mantenía en vilo la atención de un auditorio agradecido. La época anterior al cine fue la dorada de los folletines, sobre todo en Francia, donde Alejandro Dumas padre, Eugenio Sue, Balzac y otros autores menos conocidos servían al público cada pocos días su dosis de evasión. Esos folletines pasaron de las revistas a la radio y de ahí a la televisión. La llegada de internet ha traído la creación de plataformas de contenidos donde por un pago mensual asequible todos tenemos acceso a series. A series y más series, descendientes actualizados de aquellos folletines decimonónicos. Casi todo el mundo ve series, habla de ellas, defiende sus favoritas, qué temporada le gustó más y por qué. Como si de una droga se tratase, las plataformas intentan engancharnos a estos productos para seguir recolectando cada mes la suscripción, que, teniendo en cuanta el número de abonados, debe llegar en total a cantidades astronómicas, dinero que les permite seguir produciendo series acordes con los estudios de mercado. Eso quiere el público, eso le vamos a dar.
Y luego están los que buscan la evasión en la lectura, los lectores de novelas. Estos siguen existiendo. Aunque algunos las consideren seres anacrónicos, atrasados, viejunos, existen personas que prefieren leer novelas a ver series, que disfrutan como niños comiendo chocolate al recrear en su mente los escenarios y los personajes que solo les llegan por medio de palabras. El olor del libro y el sonido de sus páginas al pasar forman parte del ceremonial diario de evasión, no pueden vivir sin ellos.
Estas pasadas Navidades me fui al pueblo con solo tres libros. Me aventuré mucho, la verdad. Uno era de sainetes de Carlos Arniches, que leí muy pronto, y los otros, ensayos: uno de historia, del inefable Gonzalo Pontón Gómez, y el otro de crítica literaria, del siempre entretenido John Maxwell Coetzee. Los dos prometían. Tratan temas que me interesan y pensé que serían suficientes. El primer día fue bien. Llegaba de la calle, de resucitar antiguas sensaciones en la Carrera o en los alrededores de la Colegiata, y me ponía con ellos. El segundo, ya por la tarde, empecé a flaquear. Mira que el de Coetzee contiene largas reseñas de novelas de autores atractivos —Italo Svevo, Robert Musil, Joseph Roth, Günter Grass, Graham Green, William Faulkner, etc.—, pero ni aun así. Había algo que me faltaba. Y era la narración en toda su pureza, sin explicaciones, interpretaciones o añadidos. Desolado, salí y fui a la Biblioteca Pública, a buscar una novela. Se ve que se habían tomado unas largas vacaciones y estaba cerrada. Siempre me quedaba una mala traducción de Las aventuras de Pinocho que uso para equilibrar una mesa coja. Transcurrió un día. Había vuelto a las penurias que pasa el personaje de Carlo Collodi cuando fui a felicitar las Navidades y a llevar su regalo a un sobrino. Este, siempre generoso, también me regala en Navidad, y este año me entregó un paquete que por su peso y su forma solo podía contener libros. Lo abrí con rapidez y me encontré dos novelas recién salidas, entre ellas la última de Pérez-Reverte. «¡Salvación!» —pensé para mis adentros—. «¡Aquí hay un relato!». Uno no puede ponerse estupendo y campanudo y pasarse la vida leyendo solo premios Nobel y obras que los pedantes dicen leer en exclusividad, como si temiesen que su estilo a la hora de escribir se contaminase. A veces uno no tiene a mano esas grandes obras y resulta mejor leer un best seller que no leer nada. Uno está harto ya de pantallas.
La novela de Arturo Pérez-Reverte se titula La isla de la mujer dormida. Me salvó las vacaciones, no voy a decir más. Gracias, sobrino.

CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.