Rasca

Hay veces que sabemos que algo de lo que vamos a decir no es científicamente correcto, pero lo decimos, porque nos apoyamos en los santísimos dogmas de nuestra percepción y nuestros sentimientos. Para mí y me consta que para mucha gente, el invierno comienza cuando hace más frío de la cuenta: ni cuando lo dice el meteorólogo, ni cuando lo dice el calendario; cuando se saca la estufa y la mesa camilla. Sabina dijo que los otoños duran lo que tardan en llegar los inviernos, y debe ser que los inviernos tardan en llegar lo que tarda Arón Piper en tajarse antes de un concierto. Los otoños, como se dice de la vida, son dos días: uno parece verano y el otro invierno. Tienen tan poca personalidad, que lo único que hacen es llorar hojas.

El invierno es una estación única, siempre la he representado en mi cabeza como la mitad de algo que termina, como la parte del año en la que mueren los meses. Los días empiezan a envejecer antes, la oscuridad acapara la tarde y la cubre con un manto nocturno que parece sosegar el día. Mátenme si quieren, pero a mí me gusta despertarme con luz y salir de clase de noche. Que a las siete de la tarde parezca que son las dos de la mañana, ayuda a que un martes pueda convertirse en viernes. Con la excusa del frío en la calle se busca el calor de los bares, con el pretexto de la garganta helada se busca un trago que entone, con la coartada de las bajas temperaturas se buscan cuerpos que ardan.

El invierno huele al humo que desprenden las chimeneítas de los puestos de castañas, al aceite del quiosco de los buñuelos, a los pronunciados perfumes de las tiendas de la calle Tetuán. El invierno siempre es la suma de otros inviernos que ya pasaron. Esta época hace que aparezcan los chaquetones. Recuerdo que de chico me cabreaba porque no me gustaba nada ni la estética ni el olor del chaquetón con el que me llevaban al colegio. Ahora ya, algo más mayor, he descubierto al precio que van los Barbour y, pese a que seguiría sin ponérmelos, me he dado cuenta de que en lo que en mi mente infantil respondía a una humillación de mis padres, se trataba de un afán por llevar al chavea bien equipado.

El frío de Sevilla es de los peores fríos que existe, porque se introduce hasta el tuétano y por mucho que te abrigues acaba dentro de ti. Es frío de labios quemados y nudillos enrojecidos. Frío con el que de chicos jugábamos a creernos mayores; pintando en los cristales empañados de los autobuses todo tipo de guarradas, expulsando por la boca con cara de gánster el vaho como si estuviéramos fumando, cubriéndonos la cara con la braga como si llevásemos pasamontañas. Luego, cuando ya fumábamos y empezamos a tener edad de salir los viernes para intentar hacer guarradas, los chaquetones guapos eran los largos con pelitos alrededor de la capucha y con bolsillos en la pechera o, en su defecto, los que tenían un bolsillo grande en el centro, como el de Doraemon, para llevar la botella. Luego, el tiempo nos fue enseñando que lo más importante para un lote en invierno es llevar guantes. Ahí es cuando te ve uno que va agarrando el vaso de tubo con la mano congelada y te dice: “¡Hijo de puta, eres un profesional!”, y tú le dices: “Muchos inviernos ya, brother”.

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Santi Gigliotti
Twitter: @santigigliotti
Fotografía: Unsplash.

 

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