“Sequía en Las Viñas”

Corría el año 1942 cuando en las viñas de Osuna, todo parecía indicarle a la Biala que los años venideros serían más duros aún que los vividos. Como todas las noches tapó con sacos los agujeros que hacían de ventanas. La ventisca y el frío seco se apoderaban de aquel refugio medio derruido plantado en la intemperie de la colina más alta de la redonda, mientras sostenida por sogas de esparto, a las curvas de la viga, la puerta desvencijada quedó atrancada por la joven que no se acostó con la madre (en el colchón de paja que reposaba en el poyete de piedras que había presidiendo el recinto) hasta no apagar la lámpara de aceite con un tembloroso soplido.

Todo quedó a oscuras. Una oscuridad densa, espesa, interrumpida únicamente por el aleteo de los sacos en los agujeros y el silbido lóbrego de un aire que le llegaba a modo de navajas clavándose en sus carnes. Tiritaba.

– Madre, desde mañana duermo con la escopeta a los pies del pozo.
– ¡No tienes valor hija!… Mira qué hay gente con mala ralea y puede ser peligroso.
– Tú déjame a mí, madre. Quien quiera agua, que la pague. A céntimo voy a cobrar el cántaro.

Con ese pensamiento quedó la Biala dormida abrazada a su madre y leyendo en las recuerdos: los árboles, los matorrales, y aquel latón que, junto al brocal del pozo, llevaban meses vacíos de pájaros y animales que en otro tiempo le sirvieron de sustento. Los renglones de la naturaleza no dejaban de escribir y todo parecía indicarle que los años venideros serían aún más duros que los vividos.

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Las vigas crujieron. El lagar que había junto a las dos mujeres suspiró añorando pies añejos, tal vez de épocas romanas pisando su vientre ahíto de uvas, y el alacrán, qué dormía el sueño del invierno, lanzó una mirada entristecida y siguió durmiendo. A la miseria de la posguerra se le sumaba el capricho de las nubes que renunciaban a derramar sus preciadas aguas propalándose el hambre por las tierras españolas como un castigo del que no se salvaron ni los pozos.

Pero en las viñas de Osuna, mientras la sequía se derramaba por los cerros, solamente el pozo de la Biala contenía algunos turbios litros, litros que ella escrupulosamente custodió, escopeta en mano, impidiendo que nadie sacase agua hasta no verlo de nuevo regenerado. Los renglones de la naturaleza le habían enseñado que: de nada le serviría ganar unos céntimos de más a costa de la muerte de su pozo.

Inma Valdivia© (de su libro El cuerno del Unicornio)

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