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QUINCE AÑOS Y UN DÍA

QUINCE AÑOS Y UN DÍA

QUINCE AÑOS Y UN DÍA

Entré en casa. Recorrí el pasillo hacia el dormitorio, cogí el pomo, y abrí la puerta. Los recuerdo ahí: entre las sábanas, dormidos bajo un aire cargado, algo separados el uno del otro. Cerré la puerta y la atranqué con una silla. Entonces me dirigí hacia el desván y la garrafa de gasolina seguía en el mismo sitio. Regresé a la puerta del dormitorio, desenrosqué el tapón de la garrafa, y encendí una cerilla. Bajé las cinco plantas en el ascensor y al salir a la calle me senté en la acera. Poco antes de que llegara la policía, dejé de oír los gritos de mi marido y aquella mujer.  

La periodista queda callada por unos segundos tras la respuesta, con la mirada fija hacia la mujer sentada frente a ella. Una mujer de unos treinta años, morena, con un corte de pelo muy corto —el mismo corte que gastaban las anteriores mujeres a las que ha entrevistado meses antes en aquella sala de una penitenciaría del Estado—, la cara muy redonda, y los ojos muy vacíos. El cámara, buen conocedor de las estrategias de su oficio, nos acerca el rostro dejándonoslo en un primer plano. Pero nada tiembla en ese rostro. Nada nos hace pensar que esa mujer se arrepienta de lo hecho, aunque ello la haya llevado a ser condenada a muerte.

Miro el reloj y éste marca las catorce y cincuenta de un miércoles por la tarde. En diez minutos comienza la clase de Guión. Termino de un trago el zumo de naranja, cierro el táper, lo guardo junto al cuchillo y tenedor en una bolsa y lo meto todo en mi mochila. Me levanto mochila al hombro y tiro en la papelera más cercana la cáscara de la fruta que he tomado como postre. Al volverme veo que me he dejado el móvil en el banco, con los auriculares enganchados. Lo recojo y desbloqueo la pantalla. El rostro de la mujer sigue ahí. El pelo muy corto, los ojos muy vacíos. Aquí hay algo, me digo. Vuelvo a sentarme en el banco y pulso el play para continuar viendo la entrevista por mi teléfono móvil. ¿Le gustaría dejar un mensaje a su hija para cuando ésta sea mayor de edad y pueda verlo si lo desea?, pregunta la periodista. La mujer mira hacia la cámara. Mira hacia la cámara y sonríe. Yo escribo una palabra en mi cuaderno y, tras escribirla, la subrayo. Suerte.

Porque tal vez consista en eso, en tener suerte. Un día puedes llegar a casa una hora antes de lo acostumbrado, o un día antes de lo previsto tras un largo viaje de trabajo, recorres el pasillo hacia el dormitorio, coges el pomo, y abres la puerta. Y será en ese momento cuando, a tu espalda, sientas cómo esa suerte a la que me refiero te pone una mano en el hombro, te aprieta, baja contigo las cinco plantas, te lleva al bar más cercano y le pide a Paco, o a Manolo, que ponga sobre la barra una botella y un par de vasos. Y esa chorrada de no poder fumar bajo techo, nos la pasaremos un poco por allí. Y durante toda esa tarde y parte de la noche la suerte se quedará ahí, en silencio, tomando los tragos a tu ritmo, pasándote los cigarros encendidos, uno tras otro, levantará la mirada  y en el espejo verá a los clientes salir por la puerta agachándose bajo la chapa que ya estará a media altura, la desviará hacia Paco, o a Manolo, lo mirará muy fijo mientras echa en cada vaso el último resto de la botella, y Paco o Manolo en lugar de abrir la boca para decir señores estamos cerrando, colocará otra en la barra y comprenderá.

No sé si ustedes tienen cerca ese tipo de suerte, o si tan siquiera la han conocido alguna vez. En mi caso compone canciones de amor con la guitarra o el piano, y en verano da conciertos en la Casa de la Cultura de Osuna. Se llama Jose Ruiz y, como dijo no sé quién sobre la amistad, me conoce y aún así es mi amigo. Pero de imbécil sería creer que en nuestras manos tendremos siempre las mejores cartas para jugar la partida, ese apretón en nuestro hombro que nos ayude a bajar las cinco plantas. En este tapete verde por el que transcurre la vida cada uno debe jugar con las cartas que el Destino le haya dado y, en la mayoría de los casos, ante esas inevitables jugadas que la vida te presenta a bocajarro y sin vaselina, uno debe jugarlas solo. Así lo marcan las reglas. Así lo acepto. Porque la vida va pasando, observo lo que ocurre a mi alrededor, y soy consciente de que algún día —y ese día Jose no estará a mi espalda, aunque él quisiera— podría ser yo quien recorra ese pasillo, quien coja ese pomo, y quien abra esa puerta. El único consuelo es poder apreciar en el tipo que se levanta de entre las sábanas y bajo un aire cargado algo de eso que nuestros abuelos llamaban decencia ante señoras, y cojones entre caballeros; decencia para no buscar palabras para viles excusas, cojones para aguantar en pie y sin dejar de mirarte a los ojos y ver cómo éstos se llenan de angustia y desesperación.  

Miro el reloj y éste marca las quince y veinte de la tarde, la periodista da por terminada la entrevista, y las imágenes que aparecen a continuación en el video me hacen subrayar una y otra vez la palabra escrita en mi cuaderno. Y la subrayo mientras sonrío. Y sonrío porque me siento muy feliz al ver cómo la periodista se patea durante casi año y medio (año y medio reducido a cinco minutos en un perfecto trabajo de edición y montaje), despachos de jueces, fiscales y demás profesionales relacionados con la justicia. Y tras ese año y medio, consigue su objetivo. La pena capital ha sido sustituida por veinte años y un día de prisión, los cuales pueden ser reducidos a quince y un día si la reclusa demuestra un buen comportamiento. Como guinda del pastel, al ser trasladada de una prisión de máxima seguridad a una de segunda podrá ver y estar con su hija dos fines de semana de cada mes. Resulta inevitable el pensar, sobre todo por el país en el que han transcurrido los hechos, que la periodista ha introducido algo más que papeles burocráticos para firmar en dichos despachos. Me refiero a gruesos fajos de billetes uno encima de otro, claro. Por qué la periodista ha decidido dar ese paso o si ha sido algo planificado por la producción del programa, no lo explican en el video. Éste termina con un plano de la mujer sentada en la cama de su celda, con la mirada fija en la pared de hormigón e indiferente a las palabras de despedida de la periodista. Fin. La imagen se funde a negro. Apago el teléfono. Lo guardo en el bolsillo de la chaqueta. Recorro el pasillo hacia la clase de Guión y, poco antes de llegar a la puerta imagino, pasados esos quince años y ese día, a esa madre y a su hija paseando por un algún parque de su ciudad, o en la cocina de su casa preparando una cena que disfrutarán juntas. Y eso hace que me sienta muy feliz, mucho, y preguntarme —poco antes de abrir la puerta para entrar en clase— si algún día esa mujer de pelo muy corto y ojos muy vacíos podrá dejar de oír los gritos de su marido y aquella mujer.   

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Álvaro Jiménez Angulo.      

           


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