Que le den a Marte
Muchas veces deseamos por mucho tiempo lo que se nos antoja maravilloso y revolucionario, fabulamos con avances que nos hagan seguir creyéndonos superiores, planeamos viajes espaciales y nos desvivimos en poner banderas en sitios que luego nos dejan indiferentes. El ser humano ha arribado a Marte, y ha encontrado un descampado perfecto para realizar un macrobotellón. Tanto tiempo de investigación para dar con una explanada desierta que poco o nada tiene para presumir ante Lipa una tarde de junio. La expectación casi siempre lleva bajo el brazo un chasco. Muchas veces a lo conocido le queda aún jugo por exprimir, y casi nunca lo apuramos. Quizás si lleváramos hasta el límite el conocimiento de lo que creemos conocer, nos llevaríamos más de una sorpresa.
Yo conozco un planeta dentro de nuestro propio planeta, un rincón secreto en el que no habitan extraterrestres, sino personas ordinarias que hacen de lo extraordinario una rutina. Este planeta desconocido se caracteriza porque en su seno las niñas nacen ya mujeres. Son las que maman del pecho de su madre la lava que calienta el mundo del arrecido. Seres de luz que desde que aterrizan en el planeta lloran música, bebés bronceados por una luna exclusiva para sus noches. Figuritas moldeadas con la harina de un costal propio con el que se hace el pan de la comunión de unos pocos afortunados. Sus lágrimas son agua de un río estancado que se divide entre las dos orillas de sus párpados. Las mecen el repicar de unas campanas que llaman a la ceremonia de su contemplación, las olas de una costa que compiten por llegar a la ribera solo para poder estar cerca de ellas.
Niñas que nacen ya mujeres, pero que nunca obvian la aventura de crecer, transformando su cuerpo a la vez que eclosiona el jazmín. Crecer sin que se note es un don que solo tienen las personas capaces de embelesar. Mirar mucho a alguien hace que dibujemos un cuadro muy personal en nuestra cabeza, que, al ser particular, es solo nuestro. Cada obseso tiene una imagen distinta de la realidad, cada imaginación un pincel. Dos hombres se pueden enamorar de la misma mujer, pero lo que no es viable es que lo hagan por los mismos motivos.
Estas niñas, al hacerse adultas siguen siendo niñas, no salen de la costilla del hombre, sino de una de un Dios que se hizo mujer. Por eso, llevan la sensualidad hasta en las rodillas, son capaces de coquetear con un bostezo. Tienen el don de unificar el criterio de una belleza desconocida, porque portan una hermosura desinteresada, a la que no le dan importancia. Lo que no se fuerza siempre es lo más bello, lo que no se busca siempre impresiona. Hay mujeres a las que la sencillez les queda mejor que la ostentación, y, al fin y al cabo, la sencillez es la virtud de necesitar poco para hacer mucho.
Son capaces de hacer estragos en el espíritu más recargado. Reinas del minimalismo, mujeres que engendran la primavera cuando se pintan los labios, que se incrustan en el recuerdo como la arena de la playa en los pies mojados, que poseen la habilidad de reordenar el mundo con una gomilla. Enamoran a los hombres, pero no levantan la envidia de las otras mujeres, porque en el fondo, todas han heredado un rasgo de ellas. Tienen el alma de las sabias que saben lo que es el amor, la picardía de un banco de barrio y la cruz del tesoro en el mapa de su cuerpo.
Por ellas, soy capaz de recitar el poema de las letras que se esconden, de cantar la canción de las primaveras venideras, de echarme a la calle como el que hace la tarea, como el que lucha por recuperar la asignatura que nunca se impartió, que no es otra que la de la felicidad. Por ellas, soy capaz de escribir cursiladas de este calibre, de llorarlas en la distancia, de dividir mi cuerpo en ocho mitades. Universo prometido, feudo de la hermosura. Ay, tierra mía, madre de esas niñas que nacen ya mujeres pero que crecen al lado de los andaluces. Musa tabernaria, novia de los locos, patrona de la calle. País de los olvidados, virgencita de la alegría, planeta perdido en el espacio del sur. Que le den a Marte, yo me quedo en Andalucía.
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