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Punto de embrague

Punto de embrague

Cumplo veinte años y pienso en que no me gusta el número. Te vas haciendo un poco más mayor cuando las tonterías como éstas las piensas y no las dices. El veinte es un número redondo, demasiado redondo y perfecto, las cosas que entran tan bien por el ojo me generan desconfianza. Prefiero el diecinueve o el veintiuno, un cero lo escribe todo el mundo igual, el uno da pie a más variedad. El veinte es número de extremo aparentón, rápido, pero técnicamente nefasto, de los que corren toda la banda y al llegar a la línea de fondo no son capaces de sacar un centro decente. Veinte quiere decir dos más que dieciocho, o lo que es lo mismo, cuidadito que vamos avanzando. Veinte son esos primeros compases del viaje en el que el AVE se pone en movimiento y empiezas a notar que lo de fuera parece moverse, pero en realidad te estás moviendo tú.

El numerito viene a ser esa alarma que se pospone a la que agradeces que haya hecho el intento de levantarte como le pediste la noche anterior, pero a la que por la mañana le pides que se calle, que no moleste. Es una jodienda haber planificado una cosa, sumergirte en otra, olvidarte de lo demás y que sea la cosa que tu habías planteado con anterioridad la que te corte el rollo. Los veinte son aterrizar confuso en la frontera entre el “de adolescente era carajote” y el “soy carajote sin ser adolescente”. Hay que sopesar donde quiere posicionarse uno, las decisiones y las preguntas se van acumulando, y aquella de “¿qué quieres ser de mayor?” ya se te ha echado demasiado encima. ¿Qué quiero ser de mayor? ¡Ostras! ¿ya soy mayor?

Y de pronto, te ves buscando el punto de embrague, pensando en prácticas y teniendo conversaciones de mierda sobre temas de mierda que interesan o parecen interesar a otras personas de veinte años que piensan que, por hablar sobre ellos, son más adultos. Intentar aparentar madurez es uno de los mayores actos de inmadurez. Y de eso, solo te vas dando cuenta cuando creces. Crecer no siempre es cumplir años, al igual que cumplir años no significa siempre crecer.

Con veinte años te das cuenta de que detrás de las carcajadas de “El Risitas” había un tipo que murió solo en la cama de un hospital. Ya sabes que para tomarte una copa cualquiera vale y que los amigos, los de verdad, no son amigos sino anexiones de tu corazón, venas cavas que desembocan en la aurícula derecha de tu caja torácica. De repente comprendes que querer es un deporte de riesgo y que la vida son unos Juegos Olímpicos sin podio.

Crecer en España es algo único. España es eso que pasa entre elección y elección. Dentro de poco un anciano se detendrá en la calle y mientras le esté acariciando la cabeza al niño le dirá a la madre: “¡Pero si está hecho un hombre! ¿cuántas elecciones tiene?” Vivimos en unos comicios perpetuos, pero menos mal que nuestros políticos se han dado cuenta de que a nosotros, los veinteañeros jóvenes, nos importan las cosas serias, vamos en busca de discursos elevados. Que si un poquito de libertad, que si otro poquito de comunismo, que si hay muchos fascistas, que si hay pocos, que si llorón, que si ya no eres tan niño, niña o niñe, que si te vas, que si vienes, que si me voy. Mientras tanto, el Banco de España tiene una revelación y nos alerta de la falta de futuro que vamos a tener. Cumplo veinte y no, no me gusta el número. Menos mal que siempre fui de letras.

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Santi Gigliotti
Twitter: @santigigliotti
Fotografía: Unsplash.

 

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