
ANGOSTILLO
Marchena, 1967. Aficionado al periodismo, al arte y a la historia de nuestra tierra. En el mundo de las hermandades y la piedad popular desde hace muchos años. Lo que no se escribe, no queda.
Hace años, estando en Florencia me sobresaltaron unos tambores. Anunciaban que en la logia de un imponente edificio gótico se estaba formando una colorista procesión que, recorriendo las encantadores calles del casco antiguo, se dirigiría al gran Duomo o Catedral. Se trataba de un cortejo cívico-religioso, con vistosos trajes de época y portando elegantes banderas, que al son de roncos tañidos conmemoraba alguna fiesta local o aniversario histórico, sin duda algo señalado para los florentinos. Aunque el desfile se desarrollaba como durante siglos y recorría el itinerario sabido de memoria por los participantes, la realidad era que los espectadores eran en su inmensa mayoría turistas y el escenario urbano medieval una gran tienda de souvenirs y comida rápida. Pero ello no desanimaba en absoluto a aquellos intrépidos toscanos que, fieles a su historia y a la vida de su ciudad, mantenían viva la tradición recibida de sus mayores y celebraban hasta con orgullo su procesión, una gota de la gran historia y cultura italiana y europea, íntimamente sustentada en el cristianismo hasta en lo lúdico y lo festivo, que aquella Babel anónima e impersonal parecía pretender ahogar hasta hacerla desaparecer.
Viene esto a cuento de las próximas procesiones del Corpus Christi y de sus parientes cercanas, las Hermandades Sacramentales, unas y otras sometidas a los peligros del desgaste acelerado de la Fe cristiana y de la erosión de algunas de sus expresiones más genuinas en nuestros lares –lo que contrasta con el sobredimensionamiento semanasantero-, de la interrupción -por interferencia en los receptores, las actuales generaciones que no lo tienen en tanta estima como antaño- de la transmisión oral o escrita del conocimiento cofradiero sacramental, o de la gentrificación de los centros históricos de ciudades y hasta pueblos de nuestro entorno.
No está de más recordar en estas fechas que la fiesta del Corpus Christi es una extensión o prolongación del Jueves Santo aunque sin el cariz de la Pasión, que la procesión es un epílogo de alabanza y acción de gracias a Dios tras la Pascua de Resurrección, que las Hermandades Sacramentales son unos institutos peculiares -no confundir con las corporaciones penitenciales ni letíficas aún cuando muchas estén fusionadas- íntimamente unidos a las parroquias para asistirles en la celebración conjunta de las grandes festividades del año litúrgico o en la vida cotidiana de las feligresías, y que la devoción y el culto a Jesús Sacramentado no debería ser el hermano pobre de este gran movimiento denominado en nuestros días Piedad popular.
Por eso es digno de todo reconocimiento el esfuerzo que realizan tanto las Parroquias como las Hermandades Sacramentales por continuar manteniendo y celebrando en sus comunidades como signo de unidad en torno a Jesús Sacramentado esta festividad tan arraigada en la vida cristiana de nuestro pueblo. Enorgullece ver aparecer por doquier convocatorias de triduos, exaltaciones y procesiones eucarísticas, muchas veces luchando contra el viento y marea de la escasa asistencia, de la precaria motivación, o contra las excusas perfectas como son las fechas o el calor para dejar de celebrarlas, o la ausencia de fieles en las calles para contemplarlas -si acaso turistas-, cuando lo verdaderamente importante es el testimonio de los actores que la protagonizan, como en cualquier otra celebración cristiana. Un panorama ante el que a veces se plantea una respuesta, puede que bienintencionada, pero fácil y apresurada, ya que recortar o suprimir cultos y procesiones eucarísticos no suele generar frutos o brotes religiosos en otros espacios o momentos, sino simplemente el vacío y el olvido progresivo de una devoción tan principal como ésta allí donde se produce.
En la actualidad contamos con abundantes testimonios de la historia, el arte y las tradiciones propias en torno a la devoción eucarística, por medios de libros, exposiciones y publicaciones. Cofrades sacramentales los hemos conocidos cercanos, aunque sus bajas no son reemplazadas con facilidad. Del frondoso magisterio de la Iglesia recordemos, por su cercanía, los discursos de San Juan Pablo II en Sevilla para el Congreso Eucarístico de 1993 o los escritos del Papa Benedicto XVI, un entusiasta convencido de la procesión del Corpus Christi en su Munich bávaro o en Roma durante su pontificado. Leerlos resulta esclarecedor para conocer la riqueza religiosa global -sacrificio, entrega, caridad, victoria sobre la muerte- que encierra lo que tenemos entre manos y tomar un nuevo impulso para sustentarla y reverdecerla donde sea necesario, también con su dosis de adaptación o acomodación a los tiempos actuales, un campo de actuación casi inexplorado.
Santo Tomás de Aquino, uno de los grandes santos eucarísticos, compuso los textos que cantamos estos días de juncia y romero en torno al Pan y el Vino consagrados. A su secuencia del Corpus, “Lauda Sion”, le puso música con maestría nuestro gran organista Correa de Arauxo. Escúchenla y sentirán todo que es y contiene la festividad del Corpus a punto de brotar a las calles de nuestros pueblos y ciudades adornadas de fiesta grande. En ella destacan dos versos latinos: «Quantum potes, tantum aude: / quia maior omni laude», que en español significan: «Pregona su gloria cuanto puedas / porque Él está sobre toda alabanza». Como aquellos florentinos que desafiando todo lo que parecía ir en su contra, se echaron a la calle en su celebración con uniformes, estandartes y banderas, sin importarle demasiado todo lo demás.

