Poder, querer y política


Los políticos quieren el poder para tomar decisiones y acciones que afectarán a la comunidad a la que pertenece ese poder social. El adjetivo que se ponga a esa política dependerá de muchos factores; lo fundamental debe ser la incidencia real que tenga en el devenir de la comunidad afectada, pero en los medios de comunicación actuales depende sobre todo de quién opine. Algunos no tienen en cuenta la verdad de su efecto en la sociedad.
El asunto de querer y poder se juega en las elecciones democráticas: un candidato dice que quiere hacer algo, y si suficientes votantes quieren que pueda, tendrá el poder político para que lo haga. Lo democrático está en las reglas del juego de este proceso: que puedan querer varios y que lo puedan comunicar en igualdad de condiciones a los demás. Por ejemplo, ahora han sido las elecciones en Bielorrusia y a Lukashenko le han votado más del 86%, pero es que es el único que puede querer. Si quiere otro, lo quitan de en medio, lo que no es democrático.
Como ven, en las elecciones lo que hay en juego es un asunto psicológico fundamentalmente. El problema es que en nuestra mente funcionan algunos principios que pueden dar error: los prejuicios, la tendencia a la imbecilidad mental —es decir, Vicente va a donde va la gente— y, entre verdad y placer, elegir el placer a costa de la verdad si es necesario.
Lo que ha pasado con Trump es que les dijo a los americanos que quería darles de comer mejor y hacerlos más grandes, a costa de otros: de los pringaos del país, los pobres, emigrantes, extranjeros y también de fastidiar a los otros países. Le creyeron y le quisieron más ciudadanos que a Kamala Harris, y ganó. Ahora pone en marcha estas políticas.
Más que querer, lo que hace Trump —marca de toda la ultraderecha— es odiar, es fastidiar al diferente, al adversario. Más que disfrutar de la vida de uno, es disfrutar de fastidiarle la vida a otros. A los hechos me remito: muchos decretos presidenciales han sido eso, fastidiar a algunos semejantes. Establecer dos categorías: los míos tienen derecho a todo, como indultar a los asaltantes del Capitolio, y los otros no tienen derecho a nada (emigrantes, gazatíes…), así creen que les va a ir mejor, pero eso está por ver.
Me dijo un cura en mi tierna adolescencia: “querer es poder”. Me lo creí de entrada y lo puse en práctica inmediatamente; quise mucho que ella me quisiera, pero ella siguió sin hacerme caso. Teníamos los dos 17 años, la playa, el verano, pero el que pudo fue “el otro”. Decidí comprarme un libro de autoayuda y volví a encontrar la frasecita de “querer es poder”; ahora la decía un psicólogo muy optimista. No sé si sería el cura de antes que se había reciclado. Recurrí a un psicoanalista de cabecera, que me llevó, casi sin querer, a confiar en el poder del querer, el poder del deseo; ni mío ni tuyo, de entrambos. Ahora no siempre puedo, pero al menos me quiero y te quiero.
Hay buena y mala política, claro, desde mi perspectiva. La buena es la que quiere y facilita que nos queramos unos a otros, alivia al necesitado y al que tiene le hace que comparta, lo que dignifica a ambos. Es la que tiene como valor máximo el respeto a los derechos humanos, que son de todos y de cada uno. La mala política se sustenta en el odio y hace que nos odiemos, la que diferencia entre seres humanos superiores (ellos) y otros inferiores que son “los otros”, que no tienen los mismos derechos. Trump la practica sin vergüenza, aunque con muchísimos complejos. Véase la reacción al sermón de la obispa presbiteriana de Nueva York, Mariann Budde, que le pidió clemencia para aquellos que viven con miedo, como la comunidad LGBT, los inmigrantes indocumentados, los refugiados, en fin, los pringaos. Él ha respondido que ella debe pedirle perdón. Le ha dolido. También Netanyahu, Hamás o Putin —da igual su ideología aparente— llevan como bandera la pulsión de muerte, “mentar ruina”, como se dice en castizo. Les gusta más el poder que el querer.
No podemos ser indiferentes; hay que conocer las reglas del juego, mejor aún a qué juega el rival. Pues si nosotros jugamos al tenis y el otro al rugby, nos invadirá el campo y nos ganará a empujones, quedándose tan tranquilo. Si hay que empujar, pues habrá que coger fuerza para hacer frente a los empujones.
Ante este asunto del poder y del querer, estimados lectores, les recomiendo que quieran lo que puedan. Ya que ni querer es poder ni el poder hace que nos quieran. Si hay que elegir entre el poder y el querer, quédense con el querer, sea cual sea. Pues el poder se demuestra por la capacidad de fastidiar al prójimo, y en cambio querer es desear y confiar en que nos deseen; un poder hacer sin fastidiarnos más de la cuenta.

EL CIBERDIVÁN, LA OREJA DE FREUD.
Psiquiatra psicoanalista impulsó la reforma psiquiátrica “salta la tapia” en el hospital de Miraflores. Fue Director de la Unidad de Gestión Clínica (UGC) y Coordinador de la Unidad de Salud Mental Comunitaria del Hospital Universitario Virgen del Rocío de Sevilla. Autor de numerosos artículos científicos. Tiene dos libros publicados: Psicoanálisis medicina y salud mental, y La religión en el diván.