Personas memorables (8): fray Pedro
Conocí a fray Pedro cuando yo era un niño y él un hombre ya mayor. Vivía en el convento del Carmen, en Osuna, donde se ocupaba de labores humildes. Si no me equivoco era lo que se llama un hermano lego. No lo recuerdo bien, han pasado demasiados años, pero me parece verlo más bien ancho, sólido, de figura consistente. Llevaba siempre el hábito marrón de los carmelitas, de tela basta, cordón de esparto blanco y sandalias. Su categoría en el convento era menor. Estaba por encima de las limpiadoras, pero por debajo de los otros frailes, que le encomendaban las labores caseras. Él contribuía humildemente al funcionamiento del convento. Como persona mayor, madrugaba mucho.
El día de la Primera Comunión de mi amigo Josete puse el despertador muy temprano. Me levanté, me vestí con la ropa nueva que había dejado preparada la noche antes y bajé a desayunar. Era verano y el sol, alegre, hacía rato que iluminaba las cosas. Mi padre llevaba tiempo levantado y en la oficina y fue mi madre la que me habló desde su cama.
—¿Quién anda por ahí?
—Soy yo, mamá.
—No son todavía ni las siete y media… ¿Se puede saber dónde vas a estas horas, y tan repeinado?
Me aproximé a su cama. La vislumbré en la penumbra del dormitorio, apoyada en uno de sus codos, mirándome con curiosidad.
—Voy al Carmen, a la primera comunión de mi amigo Josete.
—¿Y es a esta hora?
—Sí, a las ocho.
—A las ocho, sí, pero de la tarde.
—Que no, mamá, que es a las ocho de la mañana, que lo sé perfectamente.
Mi madre me dirigió unas de esas miradas entre socarrona y divertida que tantas cosas querían decir.
—Pero, hombre, eso cómo va a ser… ¿Desde cuándo las primeras comuniones son a las ocho de la mañana?
—Pues, no sé, pero hoy es a esa hora, temprano. Será por el calor.
No sé si le hacía gracia aquello, pero desde luego pensó que lo mejor era que escarmentará yo solo. Así que me dejó salir.
Caminé hasta el convento del Carmen. Las calles estaban aún solas, apenas transitadas por algún carro que salía al campo. Al llegar al convento me encontré la reja del compás entornada y a fray Pedro barriendo las antiguas losas de mármol que cubren su suelo, algunas de ellas fragmentos de antiguas lápidas, piedras desgastadas por el paso de los siglos que duermen a la sombra de un enhiesto ciprés. Fray Pedro paró de barrer y se me quedó mirando. Me habló. Tenía la voz cascada.
—Buenos días nos dé Dios. ¿A dónde vas, chiquillo?
—A la Primera Comunión de Josete Bienvenida.
—Es esta tarde, a las ocho.
—¿Está usted seguro?
Fray Pedro me dirigió una mirada para buenos entendedores y siguió barriendo. Aún permanecí un rato allí cerca, en la acera de enfrente, con la esperanza de que el fraile estuviera equivocado. A la media hora, convencido de mi error, volví a mi casa cabizbajo, condenado a reconocer mi derrota. Mi madre, afortunadamente, no hizo sangre de aquello, ni siquiera me lo recordó.
Vi envejecer a fray Pedro año tras año. Lo recuerdo aún enérgico, llamándonos la atención por ser demasiado ruidosos en los partidos de pimpón que jugábamos en el convento a primera hora de la tarde, cuando las personas mayores sestean para desesperación de los jóvenes, necesitados de actividad. En los últimos años de su vida hacía la colecta de los domingos. Su andar era ya tan lento que necesitaba salir de la sacristía antes de las lecturas para que le diera tiempo a terminarla antes de la comunión. En los momentos silenciosos de la liturgia, el arrastrar de sus pies destacaba sobre todas las cosas, anteponiéndose a cualquier otra percepción, como si el sonido de su lenta marcha desdijera de alguna manera la humildad de aquel hombre sencillo, que hizo del servicio el sentido de su vida. Su andar de anciano aún gravita en mi memoria, como si cada uno de aquellos frágiles pasos marcara el tiempo de mi afortunada niñez.
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.