Personas memorables (6): Curro el Morao
Su nombre oficial era Francisco García Arrabal, pero todos lo conocíamos en el pueblo como Curro el Morao. Curro era de estatura mediana y complexión fuerte. Siempre iba afeitado, y su cara, redonda, de luna llena, estaba dominada por unos ojos grandes y expresivos, de mirada cálida. Vivía en la calle de la Cruz. Lo conocí por las cosas del fútbol, de la intendencia balompédica. Fue en mi niñez.
No todo el mundo poseía un campo de fútbol y todos los niños del pueblo querían jugar en él, en el «campo Espuny». Así que las tardes de los sábados —entonces los sábados por la mañana había colegio— y los domingos enteros los pasábamos en aquel campo de tierra, corriendo detrás de un balón como si la vida nos fuera en ello. Entonces los partidos infantiles duraban lo que dura la luz del sol, y los marcadores finales parecían más propios de un encuentro de baloncesto, 24-18 y cosas así. Teníamos balones, pero eran muy antiguos, heredados de mis hermanos mayores, que a su vez los habían heredado del Espuny F. C., un equipo formado en los años cincuenta, quince años atrás. Eran balones de pentágonos y hexágonos cosidos a mano, completamente descoloridos, que habían pasado por todo tipo de vicisitudes atmosféricas. Para abreviar: eran balones viejos, que se pinchaban continuamente porque les salían unos tomates tensos y lustrosos, a punto de explotar. Tendría yo ya nueve años cuando se nos pinchó el primer balón del que tengo memoria y planteé el problema a mi madre, que me habló de Curro el Morao. Y fui a buscarlo.
La fábrica tenía unas cuadras donde se hospedaban varios animales de tiro, sobre todo mulos y caballos. Estos animales necesitaban todo tipo de arreos, y esos arreos necesitaban ser fabricados y reparados por alguien, un talabartero; así que la fábrica tenía uno a tiempo completo, y era Curro. Su taller estaba justo encima de la antigua refinería, en un segundo piso al que se llegaba por una escalera interior, de peldaños muy altos, o por una exterior completamente vertical, cuyos escalones metálicos —grapas gigantescas — se encontraban insertos en un muro que miraba a poniente. Por esta última subí aquella tarde hasta llegar al final, con el balón agarrado con el brazo y sin mirar hacia abajo. Antes de llegar arriba Curro ya me había oído y había visto mi sombra, que se proyectaba en la pared del fondo. Él estaba sentado en una silla baja frente a una mesa también baja en la que se apoyaban grandes piezas de cuero. Por ella estaban repartidas sus particulares herramientas: cuchillos con forma de media luna, cizallas, bruñidores, leznas, sacabocados, gubias, escalpelos, agujas enormes, dedales gigantescos. Una luz cálida, emanada del sol de la tarde, inundaba todo el taller de tonos dorados y sombras luminosas. Curro se puso en pie. Llevaba un delantal recio, pensado para su trabajo.
—¿Qué haces, chiquillo, subiendo por ahí? ¿No ves que te puedes caer?
Curro, como todos los mayores, razonaba sobre el peligro de una manera distinta a los niños, que parecen incapaces de verlo y solo piensan en la diversión de afrontar desafíos.
—Vengo a que me cosa el balón, Curro, que mire usted el descosido que tiene.
—Parece pinchado —dijo cogiéndolo—. ¿Quieres que te arregle también el pinchazo?
Curro era así, nunca encontraba un problema. Por supuesto me cosió el balón de manera que jamás volvió a descoserse, pero yo encontraba otras excusas para subir a verlo trabajar. Su reino era distinto dentro de la fábrica. La luz era especial, sobre todo por la tarde, pero también lo eran los olores, y también los largos silencios de Curro.
Los años pasaron y Curro se jubiló. Resultaba triste, y frustrante, ver el taller cerrado. A veces, cuando nadie me veía, subía la escalera de grapas y permanecía un rato allí arriba mientras la tarde caía, recordando a Curro y la fábrica del pasado. Ya no había animales, todo estaba más mecanizado. Entonces, sobre todo a raíz de una enfermedad que lo llevaba de vez en cuando a pasar días en el hospital, iba a su casa a visitarlo. Viudo ya, vivía con una hija, que lo cuidaba mucho y bien, con cariño. A veces me lo encontraba sentado solo en un banco del parque 8 de marzo, junto a la Barriada de la Vera-Cruz, y pasábamos un rato charlando. Entonces hablaba con más libertad y me contaba de mi padre y los jefes de entonces, de cómo ha cambiado la vida, y reíamos los dos juntos recordando cómo dejábamos el sofá de mi casa el tropel de hermanos que éramos, pues Curro lo arreglaba todo, era sabio en su oficio, y cálido, y buena persona. Pero Curro se fue, como tantos, como nos iremos todos. ¡Qué no daría hoy por volver a dar patadas a aquellos balones descosidos y volver a necesitar su ayuda!
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.