Personas memorables (5): Any Rodríguez
En su Documento Nacional de Identidad aparecía como Ana María, pero a ella le gustaba que le dijeran Any. Any era rubia, un rubio trigueño, del que tiene la mies cuando madura, y de ojos verdes, quizá herencia de un antepasado nórdico. Tenía una buena estatura para su época y el cuerpo bien conformado. Vivió toda su infancia y su primera juventud en Málaga, hasta que la suerte quiso que se cruzara en su camino un hombre corpulento, fuerte, de pelo moreno peinado hacia atrás, alguien jovial y vitalista, un hombre de éxito, acostumbrado a conquistar, no a ser conquistado. Y esto último fue lo que le ocurrió, pues aquella fortaleza no era de las que se tomaban con facilidad. Se casaron. Tras su primer embarazo y su primer parto, ambos complicados, los médicos dijeron a Any que intentara no tener más niños, que podía sufrir graves complicaciones, pero ella, que era capaz de criar con cuentagotas a los gatitos huérfanos o con biberón a las cabritas perdidas, tuvo quince embarazos y sacó adelante once hijos como once soles, todos, aunque ya mayores, moviéndose hoy por este asendereado mundo. Any era de natural humilde y generoso. Sabía, porque lo había vivido, que la ostentación del rico es un insulto para el pobre y procuraba vestir de manera sencilla, sin alhajas ni abrigos que deslumbraran a nadie. No le gustaban las voces ni las imposiciones. Era incapaz de reñir, aunque cuando hacía falta con los hijos —criaturas sanas, tendentes a la indisciplina y la insubordinación— sabía mostrar una autoridad que nadie le hubiera sospechado: con la mirada y el tono de voz adecuados, ponía paz en aquellas ingenuas refriegas infantiles.
Llegados a la adolescencia, los problemas, como los hijos, crecieron, pero a pesar de la diferencia de edad y generación, ella siempre supo ponerse en el lugar del hijo y la hija, entender qué le pasaba y actuar en consecuencia, sobre todo escuchándolo. Era una gran lectora e intentaba estar al día de las corrientes de pensamiento, que se renuevan sin cesar. Con los años, y gracias a la lectura y la observación de la vida, los hijos habían desarrollado cierta empatía y eran capaces de entenderla, de intuir cómo había tenido que ser su infancia y su primera juventud y comprender cómo tuvieron que ser sus primeros años en Osuna, un pueblo como todos, marcado por el qué dirán, y de clima riguroso, azotado por los vientos del este, y aun de sociedad profundamente dividida entre los que tenían y los que no. Una de las salidas que encontró para sentirse medianamente cómoda en un pueblo tan desigual en cuento a la fortuna fue la caridad. El desfile de personas que pasaban por su casa para pedir era interminable, pero como vivía en las afueras todo se hacía con discreción. Ella seguía la célebre norma evangélica, «que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha», y les decía a los que llegaban solicitando ayuda que vinieran a horas en las que las calles estaban más solas. Pero no solo las ayudaba de forma material. A esas personas, la mayoría mujeres cargadas de hijos no deseados, las escuchaba, intentaba consolarlas. Tras morir su marido, la tristeza se adueñó de su corazón y no podía parar de llorar a aquel hombre fuerte, casi omnipotente, que había sabido dejarse reconducir hacia la dulzura que ella le brindaba. Fue una viudedad prolífica, dedicada a su familia, al estudio de la teología y a los grupos de vivencias de fe. Y siempre a ayudar al otro.
Cuando Any falleció, a los setenta y nueve años y víctima de uno de esos cánceres imparables, era verano, pleno agosto, un día de calor insoportable, pero la iglesia de la Victoria estaba llena de mujeres humildes, vestidas de negro, que arrojaban flores al féretro, que se besaban las yemas de los dedos y luego intentaban rozarlo, mientras los hijos, que llevaban a hombros aquel peso tan liviano, daban gracias a la vida por haber tenido una madre así.
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.