Personas memorables (3): Curro, el último sacristán
Se llamaba Curro. Era un hombre de estatura media, casi alto para su generación, pues en los años sesenta, cuando lo conocí, era ya muy mayor. Curro era el último sacristán que había tenido la capilla del Santo Sepulcro de la Colegiata de Osuna, cuando aquella catedral en miniatura era lugar de celebración de misas y poseía cura propio. Saben de qué templo hablo, de aquel que está situado justo encima del altar del panteón ducal, donde se encuentran enterrados tantos señores de Osuna, tantos duques, condes y marqueses, que solo uno de ellos quedó fuera por su afición a los excesos, ese, sí, Mariano Téllez-Girón: su viuda, princesa de Salm-Salm, encargó un mausoleo tan ostentoso que tuvo que quedarse por su tamaño fuera del panteón ducal, en una de las naves laterales de la Colegiata, y algunos de sus elementos repartidos por otros lugares del conjunto colegial. Muchos de los lectores saben que José Frapolli Pelli, el escultor suizo afincado en Málaga a quien debemos el mausoleo —magnífico el crucificado en mármol que lo acompañaba, hoy depositado en las criptas de la Colegiata, pendiente, quizá, de su reinstalación—, no pudo cobrar por su trabajo, pero pocos, seguramente, sabrán que este escultor, a quien se deben muchos de los mejores monumentos funerarios de los malagueños cementerios Inglés y de San Miguel, estuvo a punto de perecer ahogado en el naufragio del vaporcito en el que murieron los dos hijos que le quedaban a doña Trinidad Grund, aquella señora malagueña, viuda del mayor de los Heredia Livermore, ejemplo de alma caritativa e ideario ultramontano, que nadie es perfecto.
Curro se peinaba hacia atrás, y con algún tipo de fijación, un cabello abundante, envidia de muchos, ya canoso, casi blanco, en aquellos años, y llevaba siempre un puro apagado en la boca, aunque estuviese dentro del templo, como si su familiaridad con aquellas naves, aquellas imágenes y aquellos cuadros sagrados le hubiera dado una especie de dispensa, como si supiese de antemano que ningún Cristo, por muy de la Misericordia y obra de Juan de Mesa que fuese, le iba a reñir. Curro tenía la voz un poco cascada, quizá por su afición al humo, y los ojos, grandes, un poco vidriosos, como propensos a las lágrimas. Subiese a la hora que subiese a la Colegiata, allí estaba él. Se sentaba en uno de los bancos del templo recién reformado —don Rafael Manzano acababa de salvarlo de su conversión en «ruina romántica»— y se quedaba callado, mirando hacia el altar y esperando mis preguntas. Entonces, como respuesta, sacaba de su cartera fotos de bordes festoneados en las que aparecía el templo con su coro, su facistol y su verja baja formando pasillo, y a él, muy joven, revestido de ropajes litúrgicos. Las mostraba como el militar retirado muestra el uniforme que llevaba en su ya lejana juventud, con orgullo y altivez, consciente de ser la última muestra viva de un tiempo ya ido.
Los años pasaron. Franco murió y, gracias a personas sabias, que estaban por la concordia, llegaron la libertad, los partidos políticos y la Constitución. También lo hicieron profesores jóvenes de literatura que encarnaban la revolución a ojos de los mayores avejentados. Uno de estos profesores, alto, siempre sin afeitar, de voz grave y profunda, montaba obras de teatro con alumnas de bachillerato del vecino instituto. Para representar una de ellas consiguió que le dejaran la mismísima Colegiata. Fui a uno de los ensayos de la obra y me reencontré con Curro. Era ya un viejecito encorvado, aunque aún mantenía su puro apagado en una esquina de la boca. Lo saludé con calor y me senté con él. Estaba serio. Cuando comenzó el ensayo, el profesor puso a las jovencitas, algunas vestidas con mallas, a correr, para que entraran en calor, ante el altar mayor. Curro me miró con los ojos más vidriosos que nunca, doliéndose de verdad de algo que consideraba un atentado. No sé cómo han podido permitir esto, me dijo, de verdad dolido. Fue la última vez que nos vimos. Él permaneció allí, mirando con extrañeza un tiempo que, de verdad, no era ya el suyo.
Han pasado décadas, pero todavía, a veces, me parece verlo, allí, a la caída de la tarde, casi transparente, sentado en uno de los bancos, como si no se hubiese ido del todo, como si formase parte para siempre del conjunto colegial.
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.