Personas memorables (2)


Sor Carmen era la hermana portera del colegio de Santa Ángela, de Osuna. Más bien entrada en carnes y no muy alta, como redondita, sor Carmen vestía un hábito marrón oscuro y una toca blanca, reluciente, que enmarcaba el óvalo de la cara. Aunque se escondieran tras unas gafas de gruesos cristales, como avergonzados de su hermosura, sus ojos, y su boca, eran alegres, dispuestos siempre a sonreír. Entonces se entraba en el colegio por una puerta, hoy desaparecida, que parecía buscar refugio en los muros de Santo Domingo, una puerta alta que precedía a un resonante zaguán donde los niños, siempre inquietos, jugábamos. Luego venía un pasillo ancho y hondo, con bancos de madera pegados a las paredes, que acababa en la promesa luminosa de los patios de recreo. En los momentos de entrada y salida de los niños, Sor Carmen, risueña, deambulaba por el pasillo pendiente de todos, evitando que alguno saliera solo a la calle, pues entonces nosotros éramos párvulos, pequeños y activos como eléctricas lagartijas. Poco antes de acabar el pasillo y llegar a la capilla, y a mano derecha, se subían un par de escalones y… allí estaba la portería, el reino de sor Carmen. Junto a la portería había un patio donde naranjos recios y nudosos, quizá plantados por la fundadora, daban sombra a una fuente grande, de pila circular, de agua somera, donde se movían incansables peces de estanque, naranjas y negros, que acudían presurosos al reclamo de unas migas de pan. Del centro de la pila surgía un géiser de juguete que hacía subir y descender, en un surtidor alegre, el agua de los peces. Allí se respiraba la paz de los lugares venerables. A este patio daba nuestra clase. Una vez recluidos allí, hacíamos palotes, jugábamos con plastilina y aprendíamos doctrina cristiana con una monjita joven y solícita.
Mientras tanto, una vez aquietado el colegio, sor Carmen, ya libre de sus obligaciones escolares, se sentaba en su portería y comenzaba su labor. Así, de repente, a la música de la fuente, riente y espiritual, se unía una tic-tic-tic suave pero firme. Parecía que un percusionista delicado se hubiese unido a la flauta travesera del agua. Hasta que la monjita nos mandó a Fernández Colmenero y a mí a buscar tiza a la portería no supimos qué sonido era ese. Al llegar, los dos, muy callados, nos quedamos extasiados: sentada a una mesa camilla, mirando a la ventana que daba al patio, ofreciéndonos su perfil izquierdo, sor Carmen apoyaba en la mesa una almohada forrada de cartón y llena de alfileres de los que, tensos, y gracias a la manipulación de unas bobinas largas de madera, pendían unos hilos finos y brillantes, blancos, como de azúcar. Las bobinas, incontables, chocaban sin cesar con el movimiento experto que sor Carmen les deba —tic-tic-tic—, y poco a poco iba surgiendo en el cartón un laborioso encaje. Los dos, admirados por el prodigio, no nos atrevíamos a hablar, pero sor Carmen debió vernos por el rabillo del ojo y detuvo por un momento su labor. «Y vosotros, ¿qué queréis?». «Tiza, sor Carmen». «Sor Carmen, ¿eso qué es?». «Encaje de bolillos, chiquillo». Corrimos hacia la clase con la tiza en la mano, los dos muy callados, guardando nuestro secreto. Ahora, siempre que escuchábamos el tic-tic-tic unido a la fuente ya sabíamos qué era y buscábamos siempre excusas para ir a la portería a verla trabajar. Quizá sor Carmen era manchega, o gallega, o extremeña, o de Castilla la Vieja, o de la región leonesa, donde las mujeres, laboriosas y caseras, hacían encaje de bolillos, labores de técnica antigua, artesanas, llenas de autenticidad, mientras hablaban de sus cosas y el cierzo azotaba las calles.
Los años pasaron. Hacía mucho tiempo que había dejado el colegio, pero acudía allí a recoger a mis hermanas pequeñas. Y un día sor Carmen tenía un brazo roto, en cabestrillo, su labor paralizada en la mesa, y ella melancólica, pero serena, como siempre, soñando quizá con los paisajes nevados de su norte natal. Los cristales de sus gafas cada vez más gruesos y ella más viejecita, anunciaban su partida inexorable de este mundo. Seguro que ahora, allí arriba, sigue con sus labores y su surtidor apacible, haciendo ropa para los niños que lleguen desnuditos del limbo infantil.
